testigo directo

Josep Maria Fericgla: "Sentí que había muerto y vi con claridad"

El doctor en Antropología y escritor Josep Maria Fericgla impulsa una fundación con su nombre en la que imparte talleres que ponen en práctica los aprendizajes que se llevó de las temporadas que pasó en el Amazonas. Uno de ellos -quizá el más importante- consiste en saber morir. En estas líneas, el profesor explica en primera persona una experiencia suya cercana a la muerte clínica, y las lecciones y certezas que sacó de ella.

atardecer amazónico.El antropólogo ha pasadolargas temporadas en la selva conviviendo con los indígenas 'shuar', de los que asegura haber sacado enseñanzas vitales.

atardecer amazónico.El antropólogo ha pasadolargas temporadas en la selva conviviendo con los indígenas 'shuar', de los que asegura haber sacado enseñanzas vitales.

JOSEP MARIA FERICGLA

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Años atrás tuve dos revelaciones importantes. Una era que el universo humano tiene dos asas, pero no es como me habían contado de niño. En un extremo está el Paraíso, que es la vida misma cuando se exprime todo lo que tiene para uno, cuando se vive con intensidad cada instante, nada de ángeles asexuados y sin entusiasmo. En el otro extremo está el infierno, aunque en realidad lo llamamos miedo: es el miedo a vivir. Experimentar la vida con plenitud es la máxima felicidad, alegría, amor y salud. En cambio, temerla es un infierno doloroso que nos convierte en personas resentidas, egocéntricas y peligrosas. Más tarde observé que, en efecto, la vida no vivida puede causar enfermedades y desembocar en una mala muerte porque cada persona muere como ha vivido, no hay diferencia.

Siguiendo por este camino, me pregunté: «¿A qué tenemos miedo? ¿Hay muchos miedos o solo uno que se manifiesta de formas diferentes? ¿Todo el mundo tiene el mismo tipo de miedo aunque varíe la intensidad? ¿Por qué no vivimos todos en paz y sin miedo, si es lo mejor?». Hoy estoy convencido de que los humanos solo tenemos un miedo real que se manifiesta a través de innumerables caras. Es el miedo a morir sin haber sido nunca nosotros mismos, morir sin haber sido íntegros y haber traicionado así a la vida.

He acompañado a numerosas personas en su tránsito final y sé que, cuando hemos vivido de verdad, morimos en paz y emanando bondad, es el final deseado de un proceso completo. Parece paradójico pero cuando un día somos capaces de decir: «Hoy puedo marcharme en paz, no me arrepiento de nada» es porque hemos perdido el miedo a vivir. Al contrario, no podemos descansar bien cuando sabemos que por miedo y falta de honestidad con nosotros mismos no estamos cumpliendo con nuestro cometido vital. Como dijo Goethe: uno se encoge por los golpes que no llegan y llora por cosas que nunca perdió.

Vayamos unos años atrás. Atardece en la Amazonía, donde he pasado muchos meses durante años. En cierto momento me descubro llorando por mi vida no vivida. Los amigos indígenas shuar con quien convivo me aconsejan «morir para renacer sano». En aquel inolvidable instante eterno me di cuenta de que la muerte no tiene nada de tétrico si uno sabe cómo enfrentar el cambio que es. Morir es un profundo cambio de percepción para el que -eso sí- hay que estar preparado. Como antropólogo, sabía que los ritos de paso que rigen la vida de los pueblos no industrializados implican morir para resurgir, cada rito es una muerte seguida de regeneración. Lo sabía, pero hasta aquel momento no me percaté de la literalidad del proceso.

Pasar por una experiencia de muerte durante la vida es imprescindible para regenerarse y seguir realmente vivo, en especial a partir de cierta edad. Por ejemplo, hay que eliminar al niño narcisista y dependiente que todos llevamos dentro, que espera a que mamá y papá le resuelvan las necesidades sin él moverse. Todos hemos sido bebés y esta conducta era vital para nuestra supervivencia, pero a partir de cierto momento de la vida hay que cortar con este patrón. Si no lo hacemos, morimos internamente.

La mayoría de la gente nunca llega a vivir como individuos responsables y adultos, sustituyen a papá y mamá por el Estado, por la empresa donde trabajan o por vete a saber qué otro esquirol para poder seguir dormidos. La gran mayoría, en España, sigue comportándose como bebés durante toda su existencia. Tanto en la Amazonía como en Colombia o Dinamarca, por citar algún ejemplo, se espera que a los 18 años todo joven abandone la casa paterna y empiece su propio camino, con o sin dinero de salida. Si no lo hacen por iniciativa propia, los padres les empujan a irse, pensando en el bien del hijo. En España, es trágico ver la cantidad de jóvenes  -incluso en la treintena; o sea, ya adultos- que siguen comiendo de la mano de sus progenitores y quejándose si no les satisfacen sus caprichos, pero sin correr ellos el riesgo de intentar mejorar nada.

Vuelvo al tema. Como decía, la experiencia de disolverse para regenerarse es la única manera de seguir vivos porque nos descarga del pasado inútil y nos prepara para lo único que, con toda seguridad, tenemos delante: la muerte. Es algo que las grandes religiones repiten desde hace milenios, morir para vivir, pero lo han convertido en una letanía que, sin más explicaciones realistas, siempre me había sonado a otra estupidez de los que detentan el poder.

En la noche del 13 de agosto de 1997 sufrí un accidente grave que me regaló una experiencia cercana a la muerte clínica seguida de una larga hospitalización. Lo más interesante: no me asusté. A raíz de mis ensayos con estados expandidos de conciencia, había pasado por numerosas experiencias de lo que llamamos «disolución del ego», también estaba al día de los estudios sobre el proceso del morir y sobre la conciencia más allá de la muerte. Aquella noche de verano comprobé -sin que se tratara de un ejercicio- la veracidad de la existencia de algo que no depende del cuerpo. Tras caer de espaldas sobre un suelo rocoso desde varios metros de altura, me quedé inmóvil boca arriba observando las sensaciones de mi cuerpo maltrecho y el cielo estrellado por encima de mí. Mi diafragma había quedado paralizado, me di cuenta de que no respiraba y que no sentía ahogo, por ello pensé que había muerto pero que no había perdido la conciencia. Dirigí la atención a las yemas de los dedos de las manos y podía moverlos ligeramente, noté la humedad y el frescor de la yerba sobre la que había quedado tendido. Luego lo intenté con las piernas y los pies pero no noté nada, como si no tuviera (a raíz del golpe, la columna había desconectado la mitad inferior del cuerpo del cerebro). Una paz y beatitud incomparables me llenaron por completo. Un estado de conciencia expandida me permitía saber cómo estaba yo y todo lo que ocurría a mi alrededor con más claridad que nunca antes, podía observarme desde fuera sin juicios. Lo que más recuerdo de aquellos instantes fue el estado de profunda calma y bondad, la plena conciencia y el hecho de no sentir ningún dolor a pesar de la tremenda caída.

En un instante y con total claridad reconocí dónde me había equivocado en mi vida y dónde había acertado, mis momentos de integridad -y los celebré-  y mis momentos de deshonestidad y de miedo,  y me prometí resistirme a estas actitudes si había ocasión en el futuro. Pensé en el oscurantismo actual por habernos dejado robar el buen morir, y en cómo cada uno de nosotros es completamente responsable de ello. Aquella experiencia cambió mi vida, entre otras cosas, al empujarme a tomar decisiones.

¿Qué decisiones tomé? Esforzarme incansablemente para extraer de la vida todo lo que tiene para mí, y dejar mi puesto de profesor en la Universidad de Salamanca para consagrar mi tiempo a algo vivo, comprometido, vibrante, útil a los demás y agradable para mí.

El año anterior había creado los talleres catárticos basados en los efectos de la potente respiración holorénica, desarrollada a partir de tradiciones milenarias y de otras técnicas actuales de respiración rápida. Desde entonces y con agradecimiento, facilito que otras personas puedan librarse de sus atascos vitales y experimentar la verdadera dimensión espiritual de la existencia. Por sí mismas descubren el sentido profundo de expresiones como bondad superiorestar despierto o completa responsabilidad sobre mi vida.

 

Cada vez que una persona pasa por la experiencia transformadora que son los talleres vivenciales que dirijo y abre sus ojos con un brillo nuevo, algo me susurra: «Otra persona despierta y libre», y me hace sentir bien más allá de lo profesional. Cuando cada una de mis células descubrió hasta qué punto soy el único y total responsable de mi existencia, me dio vértigo. La verdadera libertad tiene una profundidad que poca gente puede soportar. A la vez, desde que aprendí a vivir sin miedo, a decidir por y para mí mismo, la vida se ha convertido en un vicio apasionante del que ya no me quiero apear hasta que llegue al final del camino.