Conde del asalto

De turismo en tu ciudad: un paseo por Barcelona en golondrina

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Un paseo en Las Golondrinas.

Un paseo en Las Golondrinas. / Instagram

Miqui Otero

Miqui Otero

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“Volverán las oscuras golondrinas”, recitaba con el dedito apuntando al techo y paseando en chándal por el pasillo de mi casa. “En tu balcón sus nidos a colgar”, seguía, mientras miraba por la ventana (y veía el reflejo de mi cara sin afeitar) cuando no se podía salir a la calle.

Uno de los brotes inesperados de los primeros confinamientos fue la promesa íntima de que haría turismo, cuando se pudiera pisar el exterior, en mi propia ciudad. ¿Si ya me clavan los precios que a ellos les cobran, por qué no hacer uso de los reclamos que ellos persiguen? Iría, sí señor, a dar un paseo en Las Golondrinas, algo que jamás, en toda mi vida barcelonesa, había hecho.

Eso me lo dije ese marzo vírico del año en que no hubo primavera. Si las golondrinas son esas aves que con su trisar nos anuncian la llegada de esa estación, iría a pasear en esos barcos tan parecidos a esos pájaros: con reflejos azul metálico y panza color crema.

Así que cuatro años después aquí estoy, en el embarcadero de Las Golondrinas, que empezaron a navegar con la exposición Universal de 1888 y que no han dejado de hacerlo nunca, salvo durante la Guerra Civil (y durante la pandemia, claro). Las promesas suelen ser más fotogénicas cuando te las haces que cuando las cumples: hoy ha amanecido con un sol radiante, pero justo cuando hemos llegado al lugar (los cuatro de mi familia, los tres de la de unos amigos; tres niños a bordo) el cielo se ha enlutado con nubes negras y tupidas. Despeinados por el viento que hace cabecear hasta a las palmeras, posamos para la foto que nos quiere hacer una fotógrafa de la empresa antes de embarcar. Oh, la primavera. Caras ateridas de frío, de mofletes rojos y hombros como engarfiados, parecemos aves tropicales que han migrado, por error, a un país escandinavo. Esas fotos acaban luego estampadas en unos platitos marineros de cerámica que venden a la salida. “Pero nosotros no somos turistas, ¿eh?”, le aclaro a la fotógrafa, sonriendo bajo mi peinado de Javier Milei de after. “Si quieres hazla, pero no te la vamos a comprar”, añado. Colón parece darme la razón, señalando el mar para que abreviemos y nos subamos al catamarán sin más dilación (es gracioso su aire sonámbulo, el hecho de que señale al mar pero que en realidad América quede hacia otro sitio; I feel you, Cristóbal, he acabado así en las Ramblas muchas veces).

Bien, estamos en el piso de arriba, al aire libre, disfrutando de las vistas. El recorrido nos mostrará todo el skyline marítimo de la ciudad, hasta el Fòrum. Eso incluye cosas bonitas como la Casa de les Aigües y otras éticamente infames como la vela del Hotel W, pero también Montjuïc, el consolador Agbar y esos dos gigantes de cháchara eterna que son el Arts y la Mapfre. Bajamos al piso de abajo para no congelarnos y allí, con suelo de madera y barra de bar, encontramos la paz. Es un paseo verdaderamente agradable, sobre todo cuando avisto, más que yates y cruceros, cosas como los miraestels de Brossa cerca del Maremagnum.

 Al bajar, me pregunto por qué no he hecho esto en todos estos años. Acaso eufórico por haber cumplido mi promesa, cruzo el puente hacia tierra firme. Allí me espera la fotógrafa, despachando los platos de cerámica. Miro cómo hemos quedado. Estamos horrorosos (y mira que todos los de esta expedición menos yo son bien guapos). Hay un plato de cada niño y luego otro retrato colectivo. “Te compro todos, rápido”, le digo a la fotógrafa.

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