Conde del asalto

Los mejores no-lugares de Barcelona, por Miqui Otero

Esta es una ruta que reconcilia con lo peor de la ciudad incluso cuando es menos ciudad: en agosto

transbordo

transbordo / Ferran Nadeu

Miqui Otero

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Dicen que los barceloneses se emocionan si un desconocido les pregunta su nombre, aunque ese alguien sea el empleado del Starbucks antes de escribirlo en el vaso de cartón de su frappuccino.

Cada vez en menos bodegas o pequeños comercios se establece una relación personal. Muchos sitios son, de hecho, no-lugares. Y por eso esta ciudad podría llorar la muerte, hace escasos días, del antropólogo francés Marc Augé, que acuñó el término no-lugar para hablar de esos espacios de tránsito, de aeropuertos a centros comerciales, donde el ser humano es un número, donde no hay interacción, donde, en fin, ni siquiera un nombre, ya no digamos un apodo, lo individualiza.

Duelo por una franquicia

Pensemos, por ejemplo, que en Barcelona se lloró profusamente la desaparición de un Bracafé. En otras ciudades la ciudadanía lamenta el cierre de una antigua taberna del siglo XVIII o de un negocio familiar decimonónico. Nosotros vamos tan necesitados que se montó una campaña de duelo porque cerraba una franquicia, ¡una franquicia!, la de la calle Caspe, de una famosa cadena cafetera.

Aquí sabemos que si desaparece una librería pondrán un Mango y que si se cierra un cine aparecerá un Bonpreu. Si lo que cierra es cualquier pequeño establecimiento, abrirá una tienda de carcasas. Pero hagamos una ecuación: si Barcelona es un no-lugar, ir a los mejores no-lugares de Barcelona los convertirá en lugares (no soy muy bueno en matemáticas). 

En agosto las ciudades son aún más no-ciudades. Y yo podría proponer frecuentar el Carrefour, para socializar su aire acondicionado y pasear como por una fresquita avenida de Donosti, sin necesidad de comprar, mientras uno tararea las canciones que ponen (me encanta la versión corporativa que cambia 'Daddy Cool' por Carrefour, cuando la cantan mis hijos). Augé se fijaba mucho en los aeropuertos como no-lugares y yo sugiero ir a ver aviones a los bancos de piedra al lado de la playa del Prat, donde parece que los puedas coger con la mano como King Kong. También me gusta especialmente subir y bajar en el Funicular y atajar por el Fnac. En Ikea, por ejemplo, está todo el ciclo de la vida: propongo una plácida tarde, donde se puede jugar con los peluches, comer albóndigas como en Estocolmo, sestear un ratito en la zona de sofás (uno podría vivir toda la vida en la zona de exposición de Ikea). O fantasear que se va a un autocine de los de las películas de Hollywood de los cincuenta, visitando el McAuto de L’Hospitalet. O un cóctel en un hotel, el Rivoli de las Ramblas (hasta con una maleta vacía).

Trasbordos con conciertos

Cuando quiero reflexionar sobre el paso del tiempo y de la vida voy al trasbordo del paseo de Gràcia (incluso hay conciertos) y cuando me pregunto por qué narices malvivo en una ciudad me paso por un Tiger (¿acaso hay estos templos de la chorrada barata y mona en el rural?). 

Saramago hizo del no-lugar una caverna para lamentar la relevancia cultural de los centros comerciales, pero películas como 'Mallrats' los defendían como lugar de encuentro adolescente.¿Puede surgir el primer amor en un 100 Montaditos? Sí, como crecen orquídeas en lodazales. 

Este tipo de rutas por no-lugares reconcilian con lo peor de la ciudad, incluso cuando es menos ciudad, en agosto. Como dijo el poeta neoyorquino Frank O’Hara: «Yo ni siquiera puedo disfrutar de una brizna de hierba si no sé que hay una parada de metro cerca o una tienda de discos o algún otro signo de que la gente no lamenta por completo la vida».

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