Conde del asalto

Cómo escapar de Barcelona con Miró, por Miqui Otero

Cuando uno se queda seco de ideas en Semana Santa, es bueno imitar a los grandes para planear una escapada. La casa donde se refugiaba Miró nos queda muy cerca

Mas Miró

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Miqui Otero

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"Definitivamente, nunca más Barcelona. París o el campo, hasta la muerte», soltó Joan Miró en junio de 1920. El pintor lo decía (en carta a Picasso y a otros amigos) después de haber pisado por fin la capital francesa en su apogeo dadaísta y surrealista y tras unos días en la capital catalana, donde vio, entre otras cosas, «50 años de vida intelectual de retraso». Pero lo podría pensar alguien en abril de 2023, mirando Booking o Tripadvisor para encontrar destino durante la Semana Santa, algo harto del bucle urbano y del ruido de una ciudad que lleva meses en obras: «Di que sí, Miró, o viaje por todo lo alto al extranjero o cualquier sitio donde haya más olivos que farolas y más pájaros que seres humanos. Y como mi campo queda a mil kilómetros, me iré al tuyo».

Cuando uno se queda seco de ideas, es bueno imitar a los grandes. Y, si planeas una escapada, quién mejor que Miró, una persona que se evadió pintando constelaciones cuando pensaba que el fascismo le arrebataría los pinceles (llegó a temer que le prohibieran pintar y solo poder dibujar con un palo en la arena o imaginando formas en las volutas del humo del tabaco).

'La masia' de Mont-roig

Tenemos suerte: la casa donde escapaba Miró nos queda muy cerca, entre Tarragona y el Delta de l’Ebre, una tierra de teselas labradas, viñedos, olivos y palmeras que el viento peina y despeina: Mont-roig. Su padre la compró por 14.000 pelas y esa finca rústica le salvó la vida a Miró y a ti te puede salvar un finde.

Miró fue por primera vez hacia 1911. Después de varias crisis nerviosas (el curro alimenticio no era lo suyo) y de contraer tifus («las fiebres de Barcelona», por la poca salubridad de sus aguas) lo enviaron allí a respirar aire fresco y él reafirmó su vocación: solo pintaría. Encontraba ojos en la corteza de los algarrobos y colores imposibles en el cielo. Esa casa inspiró su obra más célebre de juventud: 'La masia', entre 1921 y 1922.

Visitas teatralizadas

Ahora uno puede entrar en esa casa si teclea en Google Maps «Mas Miró Mont-roig». Quizás la paz no sea la misma (se oyen zumbar los coches de la AP-7), pero la finca está cuidadísima y, además, sus responsables montan visitas teatralizadas y rutas de juegos para niños. Hay algo mágico en entrar en la casa de un ídolo (Miró es, por si no se nota, mi pintor favorito), cuando se ha intentado conservar todo tal y como se dejó: hay limones y naranjas en la mesa del comedor, rodeada por sillas de madera y enea, fotos familiares y ajuar de loza, colchas y monos azules con lamparones de témpera. Y una página de calendario de 1976, su última vez allí. Uno espera, en cualquier momento, descubrir un cigarrillo aún encendido, porque Miró ha ido al baño un momento y ahora vuelve.

Solo tuve una sensación similar cuando fui a visitar la casa cubana de Hemingway, en las afueras de La Habana. Finca La Vigía: su campana que tañía cuando venía Ava Gardner, sus cabezas de antílope en las paredes, su máquina Corona y hasta ese detalle (descubrí cómo apuntaba con un lápiz su peso corporal cada día en la pared del baño, así de obsesionado estaba con su decrepitud). Allí, por cierto, acabó colgada un tiempo 'La masia', el cuadro de Miró. Hemingway lo compró con esfuerzo en París, entrenando a pesos pesados de boxeo, transportando verduras y endeudándose con amigos. Se trataron y Hemingway, de hecho, bebió mucho vino en la casa de Miró.

 Así que ya sabes: «O La Habana o Mont-roig». Y creo que lo segundo te queda un poco más a mano.