Periodista y escritora
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
El arte de saber despedirse
Incluso estando vivos, hay que marcharse de los sitios con cierta elegancia, dejando un rastro leve, que apenas pese, como un copo del algodón
Hace una porrada de años, antes de que cayeran el muro de Berlín y Margaret Thatcher, tuve un jefe estupendo en el periódico que comenzaba la lectura de la prensa diaria por los obituarios. Recortaba algunos; eran tiempos de papel. Ahora, en pleno declive de la celulosa y el espíritu crítico, cuando los quioscos languidecen transformándose en tiendas de ‘souvenirs’ o en cafeterías cuquis, sorprende cómo sigue habiendo bofetadas en los bares para pillar un diario a la hora del desayuno. Pero estábamos con el jefe, que solía calcular la edad promedio de las necrológicas.
Contagiada de su afición lectora, hete aquí que hace unos días, hojeando ‘La Vanguardia’, me topé con una pieza de caza mayor, una esquela que comenzaba tal que así: «Bueno. Ha llegado el día. Tenía por costumbre leer las necrológicas —un deporte como otro cualquiera— hasta hoy, 9 de marzo, que aparece la mía». El difunto, Manuel Brañas González, decía adiós a sus seres queridos, a su perrita, al Barça, a los bocatas de bacon, y retaba a San Pedro a echar un dominó. «Me lo he pasado genial», remataba este Montaigne de barrio, del barrio de Sants. La esquela se hizo viral, y se supo al poco que había sido su hijo Agustí el autor del texto, circunstancia que no resta un ápice de belleza a la elegante despedida. Incluso en vida, hay que saber irse de los sitios con distinción, dejando un rastro leve, que no pese.
También en las páginas de ‘El País’ apareció durante 24 años ininterrumpidos, de 1994 a 2018, el recordatorio que un viudo, dotado de un finísimo sentido del humor, dedicaba a su enamorada, Elena Lupiáñez Salanova, cada 21 de marzo, hablándole del más acá y de las andanzas de sus hijos: «Elenita: mira que me lo había advertido Alfredo Zitarrosa en una milonga… ‘Puedo enseñarte a volar pero no seguirte el vuelo’». En ocasiones, le relataba el intenso tráfico de táperes en la casa de la que se ausentó. Irse así, sin haberse ido, como quien entra en el dormitorio a buscar las gafas olvidadas en la mesilla de noche.
«En España enterramos muy bien», fue la brillante frase con que Alfredo Pérez Rubalcaba se despidió en 2014 de la política activa, con tanto mordiente como estilo. Tenía razón: aquí se despelleja (en vida) y se plañe (en la muerte) como en ningún otro lugar, aunque tal vez el arte de la necrológica no haya alcanzado las cotas de refinamiento del mundo anglosajón. Quizá falte una gota de sentido del humor, de ese «so what», qué más da, tan necesario para transitar por la humanidad doliente.
Escribir es aplazar la mortalidad. Bien lo sabía el italiano Eugenio Montale, quien redactó una especie de testamento en forma de poema, ‘Para acabar’: «Recomiendo a mis sucesores / (si los hubiere) en materia literaria, / lo que es poco probable, que enciendan / una bonita hoguera con todo lo que tiene / que ver conmigo, lo que hice, lo que no hice…». El poema sigue, pero ya no entra su liviandad de algodón en el escaso espacio que aquí resta. Igual que no cabe en una sola vida el hambre de vivir.
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