Subcontratas
Jordi Alberich

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Economista

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Lamentablemente, no solo era el Barça

No solo los poderes públicos, también las compañías decentes, que son una clara mayoría, deben rechazar a quienes se enriquecen al margen de la moral

Camp Nou: Denuncias de "explotación" en las obras

El documental de EL PERIÓDICO sobre las denuncias de "explotación" en las obras del Camp Nou. / EL PERIÓDICO

Hace unas semanas, comentando el escándalo de las subcontratas en el estadio del Barça, señalábamos: “la duda razonable es si este caos laboral se da tan slo en la remodelación del Nou Camp. Lamentablemente, no estamos ante una excepción turca”. Han bastado unas semanas para que una nueva investigación de EL PERÓDICO lo certifique: la explotación laboral, más o menos encubierta y revestida de legalidad, abunda en las grandes obras. Y en este caso, para resultar aún más lamentable, los clientes finales son administraciones públicas.

Una sociedad que aspira a la decencia no puede admitir este tipo de prácticas y, aún menos, que tenga que ser un medio de comunicación el que descubra el asunto. Una vez destapadas las vergüenzas, se puede pensar que una legislación más precisa y una inspección más eficiente pueden evitar episodios parecidos. Sin duda, pero no podemos obviar otras consideraciones.

Muchas de las grandes compañías que abusan de la externalización, una forma amable de denominar a la subcontratación, sacan pecho argumentando que cumplen con las exigencias de la agenda 2030 de Naciones Unidas, que asumen prácticas de responsabilidad social de la mano de prestigiosas escuelas de negocio o que el salario medio de sus empleados está por encima de la media. En sentido contrario, se les acusa de primar la retribución del capital a la del trabajo o de favorecer una enorme desigualdad salarial entre la cúpula directiva y el resto de empleados. Y todo el mundo tiene su razón.

Pero lo más inaceptable es el recurso abusivo y sistemático a la subcontratación que, lamentablemente, no se da sOlo entre grandes constructoras sino que también abunda en corporaciones que desarrollan actividades muy diversas. En ese saco de la externacionalizacion cabe todo bien disimulado, prácticas como las que ahora señala EL PERIÓDICO o casos como el de las camareras de hotel, las 'kelys', que armaron un buen revuelo hace pocos años. Su indignación nos permitió descubrir un silencioso submundo carente de humanidad.

Cuando señalamos a la política como responsable de todos los males cometemos un error que, de no enmendar, nos impedirá salir del entuerto en que nos hemos sumido. Los poderes públicos pueden hacerse merecedores de todas las críticas, pero la política no vive al margen de la sociedad: es la evidencia de un mundo desorientado y fracturado. Lo que ocurre es que, a diferencia de lo que sucede en otros ámbitos, los políticos se hallan sujetos a un escrutinio constante e inmisericorde. Hechos inaceptables, como los que se detallan en estas páginas, resultan menos obvios pero no son de menor gravedad de lo que vemos en la gestión pública. Ello me lleva a pensar que el descalabro político no es tanto la enfermedad como la manifestación de muchos males que explosionaron dramáticamente en 2007. Un hundimiento que hemos ido conduciendo desde entonces, pero que seguimos sin encarar. Y no resulta nada sencillo.

La dificultad radica, en buena medida, en la debilidad de nuestra política y en su incapacidad por gobernar una economía global. Pero en este mundo tan abierto, en que el dinero circula tan alegremente de una a otra parte, no hay Estado que, por si solo, pueda conducir las disfunciones del modelo. Y como tampoco los organismos multilaterales se hallan en su mejor momento, solo cabe esperar que dicho dinero global asuma el momento y entienda que la indecente desigualdad de nuestros días puede llevar al colapso. En el caso que nos ocupa, no solo los poderes públicos, también las compañías decentes, que son una clara mayoría, deben rechazar a quienes se enriquecen al margen de la moral.

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