Periodista y escritora
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
El dolor de los demás
Vemos fotografías de las atrocidades cometidas en Gaza mientras comemos, durante la cena, normalizamos esas imágenes hasta que dejan de impactarnos. Naturalizamos el horror, lo volvemos intrascendente
Recuerdo el día que Rusia invadió Ucrania. Rescato esa escena de mi pasado reciente y la convierto en presente para poder describirla sin que pierda pertinencia. Esa guerra, veintiún meses después, sigue sucediendo, aunque ya apenas la veamos, aunque ya casi no hablemos de ella. Es temprano, primera hora de la mañana. Estoy en Sevilla, sentada en un sofá en una especie de sala de espera. En unos minutos, entraré en el plató de un programa de una cadena pública andaluza. Me harán, supongo, pues para eso estoy allí, preguntas sobre la novela con la que he ganado el premio Nadal. Pero no pienso en eso.
No puedo dejar de mirar la televisión. Miles de vehículos colapsan las carreteras ucranianas. Intentan salir de su país antes de que Rusia los masacre. Huyen de sus casas. Pronto serán expatriados. Imagino los rostros de quienes van dentro de los coches, familias enteras, niños, padres, abuelos. Les doy una identidad, la que la guerra les ha usurpado. Intento ponerme en su piel. Pero la empatía tiene límites tan absurdos como las fronteras.
Durante días que pasan a ser semanas y después meses, los medios de comunicación ofrecen, una y otra vez, noticias sobre el conflicto. Vemos fotografías de las atrocidades cometidas mientras comemos, durante la cena, normalizamos esas imágenes hasta que dejan de impactarnos. Naturalizamos el horror, lo volvemos intrascendente. La distancia nos protege, la real, la que se mide en kilómetros, y la que nosotros ponemos entre nuestro sufrimiento y el del resto.
En abril de 1993, en su primera visita a Sarajevo, Susan Sontag conoció a una ciudadana “de impecable adhesión al ideal yugoslavo”. Esto fue lo que le dijo, según cuenta en el ensayo 'Ante el dolor de los demás' (2003): “En octubre de 1991, yo estaba aquí en mi bonito apartamento de la apacible Sarajevo cuando los serbios invadieron Croacia; recuerdo que el noticiario nocturno transmitió unas escenas de la destrucción de Vukovar a unos trescientos kilómetros de aquí y me dije: ‘¡Qué terrible!’, y cambié de canal. Así que cómo puedo indignarme si alguien en Francia, Italia o Alemania ve las matanzas que suceden aquí, día tras día, en sus noticiarios nocturnos y dice: ‘¡Qué terrible!’, y busca otro programa. Es normal. Es humano”.
Miedo
En el párrafo siguiente, Sontag reflexiona: “La gente puede retraerse no solo porque una dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente, sino porque tiene miedo. (…) hay un creciente grado de violencia y sadismo admitidos en la cultura de masas: en las películas, la televisión, las historietas, los juegos de ordenador”. Se trata de un libro publicado hace veinte años. Dos décadas en las que esa “violencia” y ese “sadismo” a los que se refiere Sontag han ido a más, en las que las guerras, en contra de todo ingenuo pronóstico, se han recrudecido.
Hemos dejado de prestar atención a Ucrania. Las cámaras enfocan ahora, de nuevo, una vez más, hacia Oriente Próximo. El terrorismo de Hamás. Las masacres llevadas a cabo por Israel en Gaza. “Uno siempre se espantaba al enterarse de esos casos donde la gente se había hecho la distraída frente a niños cubiertos de golpes y moretones, o había mirado para otro lado mientras linchaban a sus vecinos por la noche. Y, sin embargo… y, sin embargo, uno seguía creyendo que el solecito dentro de su cabeza era prueba de que en todas partes brillaba la luz del sol. Bueno, en todas partes no, claro. Obviamente, en todo momento le están haciendo algo horrible a alguien, ¡es imposible estar al tanto de todo lo que pasa! Aunque, al mismo tiempo, ¿a cuánta distancia tiene que pasar algo para que uno tenga derecho a ignorarlo?”. Lo dice un personaje en un cuento de Deborah Eisenberg.
Tras leerlo, busco en internet la ubicación exacta del Hospital Al-Shifa, el más grande de Gaza. Allí, los bebés prematuros han sido sacados de las incubadoras por los cortes de luz. Su llanto debería ser el de la vida, pero es el de la muerte. No esquivo la mirada del fotoperiodista de Reuters que ha tomado la imagen. La observo, sin apartar la vista, hasta que decido ponerme a escribir. Es lo único que puedo hacer.
“No me empeñaba solo en sufrir, sino también en respetar la originalidad de mi sufrimiento”, escribe Proust en 'En busca del tiempo perdido'. Me veo reflejada en ese egoísmo al que conduce el duelo y entono el 'mea culpa' ante el dolor de los demás, que nunca podrá ser tan original como el propio pero jamás debería resultarnos ajeno.
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