Barrio
A mis ojos, Madrid salió del covid más hostil y ajena que nunca. Llegué a pensar que nos marcharíamos en busca del mar
Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
Tengo el enorme privilegio de vivir en el centro de Madrid y, sin embargo, estar a salvo de la gentrificación, que más pronto que tarde provocará una nueva burbuja inmobiliaria, y de la masificación turística, que ha convertido las ciudades en escenarios de cemento y hormigón donde se venden suvenires, croquetas congeladas y sangría al mejor postor. Vivo en un barrio que, pese a todo, sigue siendo eso, un barrio, y en el que la gente hace, precisamente, vida de barrio, con sus compras, sus cañas, sus paseos y sus visitas vecinales.
Durante el tiempo que, en el primer año de la pandemia de covid 19, estuvimos confinados, solía sentarme, al caer la tarde, en la hora previa al anochecer, en uno de los tres balcones que tenemos en casa. Estaba allí un rato leyendo y, sobre todo, observando. En las primeras semanas, me fascinaba la quietud reinante en la pequeña calle a la que da nuestra casa, reconvertida, debido a la escasa distancia que hay entre los edificios de uno y otro lado, en un patio vecinal donde mantener aquellas conversaciones que nunca, de otro modo, en otras circunstancias, habrían tenido lugar.
A medida que fue pasando el tiempo, cuando se fue diluyendo el instante detenido, me maravilló ver, desde mi privilegiada posición, que los niños bajaban a jugar a la pelota y montaban en bicicleta en un asfalto que hasta hacía bien poco estaba reservado a los vehículos. Esas imágenes activaron en mi mente los recuerdos de mi infancia, que nada tienen que ver con un «patio de Sevilla», pero sí con un pueblo extremeño de poco más de mil habitantes.
La felicidad de la memoria recobrada, vinculada a esos años en los que yo no sabía que las madres se morían, me acompañó en los primeros paseos que dimos, cuando pensamos que podríamos recuperar las calles, que, una vez volviéramos a la cotidianidad que el virus nos había robado, seguirían siendo nuestras, y no de los coches. Fue un espejismo, un oasis en mitad de la tragedia: controlada la pandemia, la ciudad que los políticos diseñan y definen a su antojo, según sus necesidades y fines electorales, también se quitó la máscara y recobró el terreno cedido a la humanidad.
A mis ojos, Madrid salió del covid 19 más hostil y ajena que nunca, irreconocible. No era capaz de ver en ella ningún rastro de la ciudad que, a los 14 años, me acogió y en la que pude reconstruir mi vida, hecha añicos. Aquel sentimiento, entre triste y turbador, se apoderó de mí hasta tal punto que llegué a pensar que nos mudaríamos, que nos marcharíamos en busca del mar (esa era la condición), que Madrid nos expulsaría. Pero, en las últimas semanas, he logrado revertir esa sensación. No ha sido de manera consciente. Nunca lo es. He pasado tiempo en el barrio, en mi barrio, observando a mis vecinos, reparando en ellos como seguramente antes no lo había hecho. En mi soledad, no escogida ni ingrata, me he dado cuenta de que no estoy sola.
«La soledad es personal y es también política. La soledad es colectiva: es una ciudad. En cuanto a cómo habitarla, no hay reglas y tampoco ninguna necesidad de sentir vergüenza; lo que hay que hacer es recordar que la persecución de la felicidad individual no está por encima de nuestras obligaciones para con los demás ni nos exime de ellas. Estamos juntos en esta acumulación de cicatrices, en este mundo de objetos, en este refugio físico y temporal que con frecuencia se parece al infierno».
Lo dice Olivia Laing en La ciudad solitaria (Capitán Swing), un libro que hace unos días rescaté de mi biblioteca. Lo hice tras volver de hacer unos recados en el mercado, donde el relojero, ante mi falta de dinero en efectivo y la ausencia de datáfono en su puesto, me dijo: «¿Eres del barrio? No te preocupes, ya me lo darás». Llegué a casa henchida de empatía, aunque me duró poco. Esa misma noche, a solo unas calles de la mía, una turba de ultraderecha acabó con mi ensueño. Qué frágil es la convivencia y qué fácil dinamitarla. Seamos, todos, responsables o acabaremos solos, sin barrio, sin ciudad, sin país.
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