La espiral de la libreta
Olga Merino

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Periodista y escritora

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'Panellets', fantasmas y el 'memento mori'

'Castaween', el neologismo que rebautiza la festividad de los muertos

Los mejores planes para celebrar el 'Castaween' en Barcelona

Las tres recetas de 'panellets' para morirse de gusto en Todos los Santos

Las calabazas iluminadas se han convertido en la imagen más reconocible de Halloween.

Las calabazas iluminadas se han convertido en la imagen más reconocible de Halloween. / Shutterstock

En casa solían pagar cada mes el recibo de "los muertos", una póliza de decesos que cubría mediante una prima los gastos del futuro servicio fúnebre. Y el día de Todos los Santos, en cuanto anochecía, tanto mi abuela como mi madre solían colocar en algún rincón un cuenco con agua, aceite y unas lamparillas flotantes que se llamaban 'mariposas' o 'palomillas'.

Estaban hechas con un redondel de corcho del tamaño de una moneda de cinco céntimos, otro de cartón –de naipes viejos a veces, conque se intuían los palos de la baraja– y una mecha que iba bebiéndose el combustible hasta agotarlo. Una candela por muerto, a cada uno la suya. Un haz de luz para que atravesaran las sombras. Aunque las llamas emitían supuestas 'señales' desde el otro mundo –ardían con vigor, lánguidas o chisporroteaban–, en la infancia los barquitos con el velamen de fuego producían más curiosidad que espanto.

En los niños, la conciencia de la muerte es aún muy difusa. Les fascinan los esqueletos, las calaveritas, los murciélagos, los disfraces de bruja, las calabazas diabólicas y toda la parafernalia del All Hallows Eve, la víspera anglosajona de Todos los Santos. Parece que el sincretismo cultural ya ha rebautizado la festividad que nos ocupa con el neologismo 'castaween', una mezcla de 'castanyada' y Halloween; o sea, compaginar castañas y 'panellets' con sábanas fantasmales; los críos se lo pasan pipa. Es en la alta madurez, ay, cuando se interioriza que no hay truco ni trato que valga. 'Memento mori'. Qué difícil resulta acompañar en el duelo.

Humor y compasión

Uno de los libros rarunos que más disfruté en agosto se titulaba 'Todo lo que queda', de la antropóloga forense escocesa Sue Black, un ensayo que reflexiona sobre el desenlace inevitable sin perder el sentido del humor ni la ilusión por vivir. En uno de los capítulos más jugosos, la autora, recién salida de la facultad, se encontraba en el tanatorio velando a su tío abuelo Willie, un tipo entrañable, buena gente.

En estas, el padre de Black, militar de profesión, dio una orden escueta a la flamante doctora: "Ve a ver si el tío Willie se encuentra 'bien'". Un encargo extraño, pues el pobre llevaba tres días muerto. A la forense, recién salida del cascarón, le costó lo indecible manejar las emociones, separando el afecto del desapego profesional, pero lo hizo: le tomó el pulso en la carótida, verificó su temperatura poniéndole el dorso de la mano sobre la frente y, lo más grande, le dio cuerda a su reloj de pulsera. El tío Willie ya estaba listo, pues, para partir. Había muerto plácidamente, durante el almuerzo, sentado a la mesa y perpetuando su sentido del humor: cayó sobre un plato de sopa de tomate Heinz.

Morir así, como quien entra a la habitación de al lado a buscar las gafas extraviadas.

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