Le Fumoir

Paseo de Gracia

Cada uno tiene sus ejes vitales, y Barcelona ha sido uno de los míos, y dentro de ella, el Ensanche ha sido mi casba, la cuadrícula de mi infancia y juventud

El paseo de Gracia.

El paseo de Gracia. / Elisenda Pons

Javier Puga Llopis

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La vida me ha ido alejando de Barcelona, con quien siempre tuve una relación ambivalente. Nunca nos hemos llegado a querer, pero nos resulta imposible odiarnos. Aunque yo haya salido de ella por avatares de la vida, ella nunca saldrá de mí, pues su impronta es metafísica, como la de un alma máter en la que naces y creces, y que luego te expulsa al mundo. Cada uno tiene sus ejes vitales, y Barcelona ha sido uno de los míos, y dentro de ella, el Ensanche ha sido mi casba, la cuadrícula de mi infancia y juventud. Lo conozco de memoria, aunque ésta se desvanezca con el tiempo y la distancia. El Paseo de Gracia es su Ganges, símbolo y monumento, arteria y canalón. Una perspectiva que une y separa. Como los Campos Elíseos, es una avenida elegante que un día perteneció a los elegantes de esta ciudad, una pasarela burguesa en aquella Rosa de Fuego. Hoy pertenece a los turistas. Es bulevar y estado de ánimo, pues según nos sintamos notables o canallas, lo paseamos hacia arriba o hacia abajo. Es efímero y eterno, pues nadie permanece en él demasiado tiempo ni lo quiere evitar tampoco, pues a nadie le amarga un dulce. Es una bocanada de aire entre dos ahogos en el día.

De él me vienen recuerdos sin cronología, y en ellos siempre luce soleado: los paseos con mi madre, la esquina de la calle Aragón tomada por un póster inmenso de Claudia Schiffer en ropa interior, que provocó un accidente mortal y a mí agradables temblores de adolescente; las visitas culturales con el colegio a las casas modernistas, cuando sentía que mis compañeros de la “zona alta” descendían la colina e invadían como bárbaros mi ínsula barataria, como si la calle fuera mía; coger el autobús 22 entre Aragón y Consejo de Ciento, todos los santos días durante muchos años de mi vida, camino al colegio en la otra punta de la ciudad, sólo animado por encontrarme con alguna niña conocida que lo tomaba con el mismo sueño que yo. Misántropo, a veces me escondía detrás del kiosko junto a la parada para evitar a alguna menos agraciada con la que no me apetecía compartir trayecto y conversación, y cogía la siguiente guagua, dándole esquinazo y sintiéndome audaz como 007.

Recuerdo la calle regada a una hora inane, una mañana que todavía era noche, sus adoquines en flor y mis nervios enroscados a las tripas por algún examen a cara de perro o por la revisión médica para librarme de la "mili". Aburrirme mientras mis amigos buscaban discos de grupos que hacían mucho ruido y no me decían nada en el "Virgin Megastore". Y comprar los Levi's 501 de rigor en nuestra uniformidad norcoreana en la tienda esquinera con Gran Vía, justo enfrente. Recuerdo, ya universitario, mirar el escaparate de Bel, y no tener un duro para comprarme una camisa de esas que le hacen a uno sentirse Grande de España sin investidura. Los negocios iban y venían, abrían y cerraban, pero algunos permanecen, ajenos a los vaivenes de la Historia que sucede fuera de sus vitrinas centenarias.

Recuerdo sentirme parte de algo en la manifestación por Miguel Ángel Blanco. Y a jóvenes encapuchados romper escaparates y saquear comercios con saña antiglobalizadora, circa 2004, sin que la Guardia Urbana moviera un dedo, el mismo día en que, celosos, me habían puesto una multa de aparcamiento. Porco governo. Recuerdo ver a la Infanta Cristina y a Urdangarín pasar felices en un Rolls descapotable el día de su boda. Ha llovido, aunque aquel día no lloviera. Y, entre la multitud enfervorizada, a tíos vestidos con falda y cota de malla, de "after", saliendo del "Trauma" a las tres de la tarde, parapetados contra al sol tras sus gafas de fiesteros sin penitencia. Recuerdo hacer el amor en un balcón que sobrevolaba la calzada pintada de rayas de cebra, y sentirme sereno y guardián de lo que abarcaban mis ojos aquella madrugada. Desde lo alto la vida se hace menos batalla. Y recorrer el Paseo para escapar de él a las calles que lo cruzan, tributarias del Río Grande donde las farolas biempensantes se apagan, pasando de la gracia al pecado en la oscuridad cómplice y añosa de “Les gens que j'aime”. Parece que fue hace doscientos años. Feliz cumpleaños.

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