Opinión | En los próximos 45 años

Juan Cruz

Juan Cruz

Periodista y escritor

Poner el libro en la conversación de la gente

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Era muy común escuchar en los años en que hasta la Feria de Fráncfort (¡en 1996, nada menos!) se preparó para decirle adiós a los libros, tal como los habíamos conocido, que los días de Gutenberg estaban cumplidos. Había entonces cierto regocijo, o regocijo completo, cuando eso se decía en ámbitos tan contradictorios con respecto a ese siniestro porvenir, como la prensa u otros medios de comunicación. Como si el fin del libro no augurara también el de otros medios de comunicación tan frágiles, por ejemplo, como el papel en el que Gutenberg y sus herederos venían expresándose desde el tiempo de Maricastaña, por lo menos.

Había cierto regocijo, que fue cuna de agoreros entre los cuales hubo prestigiosos analistas, académicos, periodistas o sabios, o supuestos sabios, de toda índole. Uno de los más afectados por aquella supuesta adivinanza que, como se suele decir, parecía no tener vuelta de hoja, fue un gran editor norteamericano, Peter Mayer, director entonces de Penguin, acaso la más importante firma literaria del mundo anglosajón y del mundo en general.

Peter, que era un hombre más campechano de lo que suele ser común en cualquiera de los mundos que requieren sabiduría y modestia, reaccionó ante aquella avalancha de agoreros y se paseó por España, por ejemplo, quitándole hierro a aquel desastre previsto en Fráncfort. Cito tanto ese momento que se vivió en octubre de 1996 en la enorme feria alemana del libro porque allí agentes literarios de renombre y otros de menor relumbrón, así como industriales del futuro digital, produjeron incluso un afiche enorme que ponía de manifiesto el inmediato fin del papel como soporte de las ideas y de la ficción que, hasta entonces, parecía el sitio físico en el que seguiríamos, o no, leyendo o comunicando, quienes fueran editores, el trabajo de los creadores.

Era la época de los inventos que ahora habría que explicar como galimatías de otro tiempo, porque ya nadie se acuerda de los primeros soportes que entraron en las tiendas, y en las mentes, como algo que iba a ser sin duda más duradero que el papel y mucho más potente que el lápiz, pongo por caso.

Peter Mayer vivía, mientras fue director general de Penguin, subido a un avión. Era grande, tenía el pelo desordenado como un camionero de muelle, y venía de una tradición que lo hacía raro como los mejores libros por los que apostó, con éxito. Lo conocí una vez que lo invitamos, en 1993, a hablar, en la universidad veraniega de El Escorial, del porvenir del libro, un 'leit motiv' que dura décadas. Fuimos a buscarlo al aeropuerto, porque su fama y su importancia exigía estos dispendios. Tenía fama de gordo, de modo que le habíamos asignado dos asientos, por si no cabía, de modo que esperábamos un hombre de una envergadura insólita.

Así que lo esperamos en vano, porque aquel hombre no aparecía por ninguna parte. Nos desplazamos al hotel en el que lo habíamos alojado, y allí estaba este hombre, apuesto, grueso, pero en ningún caso capaz de llenar con su peso la primera clase, sino tan solo un asiento, de la primera clase del avión que le trajo de Nueva York a Madrid.

Aún no funcionaban los clarines del miedo a la crisis del libro, tal como se planteó después en aquel aquelarre de Fráncfort. En sus discursos sobre su experiencia, Peter siempre nos decía que el libro dependía, sobre todo, del gusto de editar y, sobre todo, de la capacidad que tuvieran las editoriales para poner buena mercancía en el mercado. Además, nos aconsejaba, había que seguir un dictado del legendario editor francés Gaston Gallimard, que era desde hacía años el autor de esta frase: “Hay que poner el libro en la conversación de la gente”.

Con esa frase, como si fuera verbo de Dios, él mismo había hecho de Penguin, y luego de Overlook Press, su propia firma, 'best sellers' inesperados. Contando bien los libros, ayudando a los lectores a acercarse a ellos, distribuyendo mejor, explicándolos adecuadamente, queriéndolos. 

Él había sido un taxista que, enamorado de un libro de Henry Roth, buscó a este escritor judío por todo Estados Unidos. Hasta que lo encontró y le hizo firmar un contrario que hizo de 'Llámalo sueño' un 'best seller' literario de carácter mundial.

Asentado en su merecida fama de editor imprescindible para entender el porvenir del libro, fue pronto quien más tarde sería considerado como un ejemplo a favor de la industria del libro, tal como la conocieron los contemporáneos de Roth y de tantos otros. 

La indiferencia con la que él acogió aquella fanfarria de 1996, cuando se declaró obsoleto el libro de papel, era la expresión natural de un sabio que amaba los libros. Él no se rindió, hasta su muerte siguió detrás de su ordenador, acariciando los viejos libros, amando los nuevos como si ya fueran criaturas que había que poner, de inmediato, en la conversación de la gente. Amaba los libros, e idolatraba a Chavela Vargas, cuyas canciones cantaba, casi sin voz, la última vez que lo vi en Nueva York, en mayo de 2018, el mes de su muerte. Había nacido en 1936, como Mario Vargas Llosa, por cierto.

No acabará el libro, cómo va a acabar. Es nuestra propia naturaleza, nuestra alma y un espejo. Igual que no acaba la memoria de uno de sus grandes valedores, aquel Peter Mayer que tanto lo quiso.