La espiral de la libreta
Olga Merino

Olga Merino

Periodista y escritora

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Un brindis para celebrar el 30º aniversario de Alba

La editorial atesora un catálogo clásico de quitarse la chistera

La editorial Alba brinda por sus 30 años

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La editorial Alba brinda por sus 30 años

La editorial Alba brinda por sus 30 años / FERRAN NADEU

La primera frase de ‘En busca del tiempo perdido’ dice: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano». Así, fiel a sus costumbres, poco amigo del trasnoche, Marcel Proust se personó puntualísimo en el Hotel Casa Fuster y, a la ‘recherche’ de un diván, se adormeció enseguida, acunado por los acordes de un cuarteto de cuerda imaginario que, con piezas de Haydn, iba dando la bienvenida a los más de 400 invitados. ¡Ah, qué maravillosa ‘soirée’! La fiesta tuvo lugar el miércoles, hacia el crepúsculo, para celebrar el 30º aniversario de la editorial Alba, que fundaron Arantza Sarasola y Javier Moll en 1993 por puro amor a los libros. Ambos ejercieron de anfitriones junto con Idoia Moll, directora del sello.

Al evento en el Café Vienes acudió lo más granado del gremio libresco (editores, agentes, traductores, libreros, novelistas, periodistas), así como un nutrido grupo de escritores provenientes del más allá: el catálogo clásico de Alba es para quitarse la chistera.

TULES Y MUSELINAS

La ‘fantasmología’ nunca suele hallar respuestas convincentes. Por ejemplo, sobre el Congreso de los Diputados, inmerso en la discusión de la no–investidura, orbita la supuesta amnistía, un ente espectral que no acaba de sustanciarse (nadie sabe qué se anda discutiendo entre bambalinas ni cómo se llamará). En cambio, en el sarao de Casa Fuster se corporeizaron enseguida un montón de venerables fantasmas: las tres hermanas Brontë departieron amistosamente con Elizabeth Gaskell, soltando algún que otro dardo inofensivo contra Jane Austen. Los tules, muselinas, polisones y miriñaques de estas y otras damas sumieron a la distinguida concurrencia en una mullida y vaporosa suspensión de la incredulidad.

Henry James y Edith Wharton llegaron juntos, cogidos del brazo, envarados y con las espaldas muy rectas, como si fuesen más ingleses que la misma reina Victoria.

Mientras, en el rincón de los rusos, se rompía una copa. Turguénev y Lluís Magrinyà, editor de la casa, trataron de mediar entre Dostoyevski y Tolstói, enzarzados ambos en una acalorada disputa sobre el origen del mal. En cambio, Chéjov prefirió parapetarse en soledad tras una columna y un jarrón con tres amarillas, para beber ‘champagne’ a sorbos y tomar sagaces notas en una libretita. Otro selecto corrillo reunió a Flaubert, la señora Bovary, Ana Ozores y Clarín, envueltos los cuatro por el misterio que alumbra las alcobas.

Gran expectación causó la aparición de Charles Dickens, el último de los invitados en llegar. Acelerado, hiperactivo, los ojos insomnes, con el reloj y la leontina en la mano, irrumpió en el salón muy nervioso porque aún no había terminado la entrega de ‘David Copperfield’ y su ilustrador, el señor Phiz, lo andaba apremiando por el texto. Qué contrariedad.

Feliz cumpleaños, Alba. Gracias por tantos libros imprescindibles.       

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