Tribuna

El regreso del independentismo

El independentismo ha vuelto, y volverá a marcar la agenda política. Ni está desmovilizado, ni está muerto

Una 'estelada' en el Fossar de les Moreres durante la Diada del 11 de septiembre

Una 'estelada' en el Fossar de les Moreres durante la Diada del 11 de septiembre / JOSEP LAGO / AFP

Pilar Rahola

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Una de las características del nacionalismo español, desgraciadamente forjado en el espíritu de conquista del Reino de Castilla, es que ha intentado construir una identidad española desde el dominio, y no desde la suma. Esta es la quiebra de origen de una España que no ha sido capaz, durante siglos, de vertebrar un estado de naciones, aferrada a una única identidad nacional aceptable y siempre impuesta, a menudo de la forma más violenta. Ortega y Gasset es un ejemplo paradigmático de esta concepción cuando se lamenta, en su 'España invertebrada', del “apartismo” y el “particularismo” de vascos y catalanes, reduciendo la complejidad de los hechos nacionales a una simple manía provinciana. De hecho, de este reduccionismo nació la España autonómica, creada fundamentalmente para diluir completamente a las naciones históricas. Y es por ese reduccionismo por lo que el conflicto catalán no está solucionado.

Se pueden crear muchos eufemismos para intentar desviar la naturaleza del conflicto, y desde el 2014 han abundado a raudales, pero lo que ocurre entre Catalunya y España es meridianamente claro: un choque de naciones, donde una controla el relato, el lenguaje y el poder, y la otra (o las demás) solo puede encajar si acepta perder su identidad. De momento, ni España ha logrado imponerse completamente, pese a la determinación minuciosa, durante tres siglos, de destruir el idioma y la identidad catalanas, ni Catalunya ha logrado cambiar la relación con España. Pese a haberlo intentado una y otra vez, en cada uno de los momentos históricos, el último de los cuales, la esperanza de un nuevo Estatut, quedó abruptamente castrado por la sentencia del Constitucional. Ayer mismo lo reconocía Zapatero, uno de los pocos que intenta pensar España más allá del inmediatismo obtuso: "Con la sentencia del Estatut, el TC perdió la autoridad que tenía". Y, como consecuencia, empezó el proceso político que culminó en el Primero de Octubre.

Es aquí donde estamos, en el choque de naciones, aunque ni esa evidencia se reconozca. De hecho, es también una característica del nacionalismo español no aceptar nunca una derrota y, sobre todo, reaccionar con soberbia cuando cree que ha vencido. Y eso pensó que había pasado después del 155 y todas sus derivadas: intervención de las instituciones catalanas, con efectos demoledores en los intereses catalanes, de los que no nos hemos recuperado; descabezamiento del liderazgo independentismo, con la prisión y el exilio pertinentes; criminalización del relato indepedentista en todos los 'mass media' españoles; imposición de la lógica judicial por encima de la política, etc. Es evidente que después de tan brutal tsunami el movimiento independentista ha sufrido todas las plagas de Egipto, desde la fracturación y el desprestigio hasta el desconcierto y el desánimo. Y es aquí donde los Sánchez, Borrell y el resto de los corifeos españoles han creído que todo estaba muerto: Catalunya había sido "desinfectada", "pacificada", "exorcizada" y pasada por el baño Maria. De nuevo, pues, se disparaba el mecanismo de la soberbia española -la misma que les hizo perder todas las colonias-, y se consideraba el independentismo derrotado.

Es decir, de nuevo no habían entendido nada. Creer que con la sola herramienta de la represión, por masiva que fuera, acabarían con un conflicto nacional que dura desde hace tres siglos, y que ha mostrado un músculo ciudadano fortísimo, es haber confundido el deseo con la realidad. Así se da cuenta ahora Pedro Sánchez, que ha pasado de querer "cazar" a Puigdemont, y equiparar el independentismo al terrorismo, a querer ser investido con sus votos. Y así se dan cuenta todos aquellos que se sorprenden de los miles de catalanes que vuelven a la calle ya la lucha, pese a la herida y la decepción que arrastran.

El independentismo ha vuelto, y volverá a marcar la agenda política. Ni está desmovilizado, ni está muerto. Solo se había retirado a sus cuarteles de invierno, a la espera del deshielo, como siempre ha hecho cada vez que la represión ha sido asfixiante. Pero imaginar que el 155 de Rajoy sería más efectivo para destruir los anhelos catalanes que los 40 años de un Franco que había prometido que “acabaría con el problema catalán”, y a fe que lo intentó, es pecar de extrema ceguera. Catalunya acumula mil años de historia y lleva tres siglos acumulando paciencia. Harían bien en recordarlo aquellos que, desde la soberbia, le cantan el responso.