Le Fumoir

René

En este país donde la libertad y la violencia están preservadas por las formas, a las personas que duermen en la calle no se les niega el "Bonjour, monsieur", quizá para darle una pátina de dignidad a lo socialmente indigno

Sintecho en un portal de la Rambla de Barcelona

Sintecho en un portal de la Rambla de Barcelona / Albert Bertran / Archivo

Javier Puga Llopis

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Al volver de estas vacaciones, en eso que aquí llaman "la rentrée", que es cosa seria y siempre onerosa para el alma, me han entrado a robar en casa y ya no está René. Los cacos, que Dios confunda, me dejaron –algo es algo– una pluma para que siga escribiendo en este periódico, pero se llevaron todas las demás. René era, hasta ahora, el clochard de mi barrio. Dormía en el umbral de una tienda de antigüedades, en la esquina de la calle perpendicular a la mía. Al principio nos saludábamos cuando yo iba a por mi coche, por las mañanas. Al cabo de dos días me tuteaba –en Francia todavía hay matrimonios que se tratan de "Usted"– y me rebautizó como "jeune homme" ("joven", en sustantivo), pues nunca llegó a quedarse con mi nombre. A los franceses les cuesta pronunciar la 'j' española.

En este país donde la libertad y la violencia están preservadas por las formas, a las personas que duermen en la calle no se les niega el "Bonjour, monsieur", quizá para darle una pátina de dignidad a lo socialmente indigno. Hay cientos, miles, de ellos por toda la ciudad, pero a mí el que me cae bien es René, pues con su sonrisa permanente, sus ganas de conversación y su avasallador tiempo libre, le quita a uno el derecho a quejarse. René era "maestro panadero" –dice con orgullo–, y ahora, por esos golpes que da la vida por debajo del cinturón, pide pan. Entre una cosa y la otra, no sabemos qué ocurrió, ni él invita a que se le pregunte. Por las noches, cuando se recoge, parece una ballena varada en una playa, y por las mañanas se despereza risueño con su cara de niño grande y saluda a todas las chicas guapas que pasan por delante de su atalaya de alguacilillo de la rúa, mientras sus ojos brillan contentos ante la belleza autosuficiente de las parisinas. Entonces, en un reflejo, insiste en que me case. En el barrio todos se paran a hablar con él. A veces se forman pequeñas colas frente a su imaginaria estafeta, y uno diría que es el Siddhartha de Hesse o un príncipe Orisha repartiendo bendiciones bajo un tamarindo, por la voluntad.

Te cuenta una historia, un mal que le aqueja, un sucedido, o comenta una noticia de esos periódicos de ayer que lee con fruición, como si en la prensa escrita estuvieran codificados los arcanos del Destino y todas las conspiraciones del poder. Cuanto más habla, más necesita fumar. Cuando se le acaba el cigarro, que hace rular de lado a lado de su boca, apurándolo hasta la última hebra, rebusca en sus cien bolsillos, de los que salen todo tipo de cosas, hasta que, accionado por un resorte, su cuello se alza y te mira con sus ojos ocultos tras unas gafas siempre empañadas, como quien ha visto a la Virgen, y te espeta: "T'aurais pas une clope, mon cher?" ("¿No tendrías un cigarro, querido?"), con la última bocanada de humo todavía saliendo de su boca en chimenea. Y uno le da tres o cuatro cigarros, y René se pone contento y me invita a un café o a un vino, e insiste en pagar él, o me da unos zapatos de tacón o unos zarcillos "pour madame", que ha encontrado en su busca cotidiana, con una mirada entre melancólica y fetichista. O, en ese trueque que nos traemos, me pide unos gemelos de nudo, porque René no deja de ser presumido y ese día tocaba camisa de puño doble y quién sabe si un encuentro galante.

Y tras dos años de contacto casi diario, de cariño cocido a fuego lento, de pronto, hoy no estaba. Se conoce que el anticuario ya no quería ser el erbianbi de René, y ha colocado una verja de protección, un telón de acero que se come la cama de mármol de mi amigo y le condena al destierro en otro arrondissement. He preguntado por él en la tienda, con la ansiedad de una madre que pregunta por su hijo en el frente, y me han dicho, en tono de nota de prensa del Ministerio de Exteriores de algún país de régimen de partido único, que está bien, pero que en adelante ya no dormirá ahí. He puesto cara de circunstancias, y en mi musitar he cursado acusación formal por profanación del patrimonio del vecindario, pues René es ya un icono de nuestro coin de rue, un pedacito de París que ha logrado usucapir con su bondad sin doblez y su alegría sin cálculo. Maldita rentrée.

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