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No es nada sencillo, pero digámosle catalán/valenciano

Aceptar la denominación compuesta permitirá que la Administración central del Estado se asuma la unidad de la lengua como hasta ahora no había hecho

Puig negocia con Armengol la doble denominación "catalán-valenciano" en el Congreso

Pedro Sánchez y Francina Armengol, en el Congreso

Pedro Sánchez y Francina Armengol, en el Congreso / DAVID CASTRO

Ernest Alós

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El acuerdo para permitir el uso de las tres lenguas reconocidas como cooficiales en alguna comunidad autónoma en el Congreso de los Diputados ha abierto de nuevo la caja de los truenos.  

Por supuesto, la de los patriotas que tanto harán por la unidad de España y el entendimiento entre sus pueblos cuando se pongan a patalear (al tiempo) en cuanto un diputado diga ‘Bon dia’ o se les plantee el uso, ¡como si fueran un diputado suizo!, de un pinganillo. Por cierto, doy por hecho que algunos de quienes han reclamado esta condición para la constitución de la Mesa del Congreso están esperando con más interés escuchar los primeros rebuznos desde los escaños de Vox para demostrar que esto de España no tiene arreglo que ver en este gesto un atisbo de la España plural. Al tiempo también.

Mencionar explícitamente a catalán, gallego y euskera como nuevas lenguas de uso en la cámara ha reabierto también una guerra que en los últimos años se había apaciguado. La del reconocimiento, o no, de que la lengua hablada en Catalunya, las Baleares, la Comunidad Valenciana y la franja oriental de Aragón es la misma, reciba el nombre que reciba. La creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (que no, muy calculadamente, de la Llengua Valenciana) permitió un armisticio basado en que la política delegaba en esta institución el reconocimiento de la unidad de la lengua y en normalizar la denominación de esta como “valenciano” en el territorio que lleva haciéndolo así desde el siglo XV. Esa tregua debería haber permitido avanzar en acuerdos a tres o cuatro bandas mientras el contexto político era más o menos propicio (como con el proyecto de nuevo diccionario normativo común) pero la timidez de unos y la soberbia de otros lo ha impedido.

Ahora podemos ver a partidos que desde el primer día de su retorno quieren reducir la presencia del valenciano en las aulas, y no muestran el menor interés en utilizarlo desde las instituciones valencianas, criticar que se pueda usar esta lengua en el Congreso y al mismo tiempo denunciar que no se trate al valenciano como una lengua equiparable al lado del catalán. Y mientras, a voces del independentismo catalán felicitarse por el uso exclusivo del glotónimo ‘catalán’, con la nula sensibilidad que a menudo demostramos desde Barcelona hacia los equilibrios necesarios, en circunstancias más que difíciles, de los verdaderos defensores del uso de la lengua común en València. 

Cuando aprobaron sus respectivos estatutos, evidentemente Catalunya recogió el estatus del del catalán como lengua propia. Baleares la definió también como ‘catalán’; con un inexistente ‘balear’, términos como ‘mallorquín’, ‘menorquín’ o ‘manacorí’ identifican expresamente solo las respectivas variantes locales del catalán. Y la Comunidad Valenciana decidió (supongo que respetamos el derecho a decidir) dejar como único término oficial para su variante del catalán (RAE ‘dixit’) el de “valenciano”.

Una vez solucionado, gracias a la aceptación del arbitraje de la AVL, cualquier equívoco secesionista, el problema que se plantea es cuál debe ser la política a seguir en instituciones, digamos, supraterritoriales. La necesidad de cumplir la legalidad estatutaria (y las ganas de esquivar la cuestión) ha hecho que en los muy restringidos ámbitos en que la Administración central del estado hace uso de las lenguas (en formularios como los del IRPF, o en sus webs) mantenga dos versiones, una catalana y una valenciana. Respetando la normativa común y reconociendo los títulos académicos como intercambiables, por otra parte. Un mensaje equívoco que, según en que términos se regule el reconocimiento de su uso el Congreso, puede contribuir a solucionar, o a complicar.

En su dictamen de 2005, la AVL también abogaba por el uso de expresiones como “català o valencià”, “català-valencià”, “català i valencià” o “catalano-valencià” cuando se hiciese referencia a la lengua “especialment fora de l’àmbit lingüístic compartit”. Una solución que desde Catalunya se ha visto con reticencia (aunque la decisión de postergar cómo se denominaría el futuro diccionario común del Institut d’Estudis Catalans y la AVL mostraba que la idea empezaba a estar sobre la mesa).

Hace falta muy poca amplitud de miras para no entender que, en ámbitos como el Congreso de los Diputados o la Unión Europea, establecer claramente que hay una sola lengua con una denominación compuesta (como el flamenco/neerlandés), y que no es necesario por supuesto que haya dos versiones de cada documento, hace mucho más por la unidad y por el futuro de la lengua en el territorio donde más incierto es que negarles a los valencianos que la denominen como propia y la deban definir como ‘catalana’. Aquí el más listo de todos fue Pasqual Maragall, que para evitar que hubiese dos traducciones de la Constitución Europea dijo en 2004 que vale, que la valenciana ya le servía, y que para qué proponer una segunda traducción desde la Generalitat de arriba.   

Debería haber, para empezar, la misma manga ancha a la hora de definir cuál es la variedad dialectal de referencia (que no tiene por qué ser siempre la misma) que cuando Maragall predicó la unidad de la lengua con el ejemplo. La aplicación práctica del acuerdo no será sencilla. Pero es que la realidad no lo es. Aquel ‘És molt senzill: digueu-li Catalunya’ con que el valenciano Josep Guia tituló un libro reflejaba tan poco la diversidad de los pueblos de habla catalana y tan poco el sentimiento de identidad de sus paisanos como cualquier otra consigna del centralismo español más uniformizador.