Agua corriente

Toca otro tema, Sam

La mancha roja y la navaja

Muérete, no eres como yo

La nieta y la luz

Esta semana, la escritora Emma Riverola reflexiona desde la ficción sobre la madurez y el uso de la palabra

Anciano

Anciano / An old man faces a foreboding fog filled forest that is very dark in this 3-d illustration.

Emma Riverola

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¿Cuántos monólogos puede uno escuchar sin asfixiarse de soledad? La una de la madrugada y regresa a casa dando un paseo. La despedida ha sido rápida, no ha querido extenderse. ¿Una huida? Quizá. El encuentro le producía una mezcla de ilusión y pereza. Décadas sin verse con la mayoría. ¿Qué iba a encontrarse? Buena parte de la noche la ha pasado retocando los recuerdos. Bajando el volumen de aquellas carcajadas de niños, cincelando los rostros de arrugas, retocando el tono o borrando los cabellos y, sí, también esforzándose por prestar atención. Está agotado. 

La sensación no es nueva. Hace años que la siente. Cada vez es más intensa. Ese momento en que el interlocutor habla y habla. Se expande, se desdobla y multiplica. Una sombra con hambre de espacio, tratando de adueñarse de todos los rincones. Aquí estoy yo, dice el fantasma. Y parece fanfarrón y prepotente, pero a él le produce cierta lástima. No hay nada más triste que esa desesperada llamada de atención. 

Se pregunta si él también lo hace, eso de acaparar el tiempo con su parloteo. Actuar como el chaval que no suelta el balón, con la mirada fija en él, sin importar lo que ocurre alrededor. Tendrían que haber árbitros en las conversaciones: Ahora, habla. Ahora, calla. Y, sobre todo, escucha. No pasa nada si pierdes el hilo de lo que ibas a decir, quizá no es tan importante, quizá la humanidad puede seguir avanzando sin tenerlo en cuenta. 

Tiempo y contenido

¡Son unas cotorras!, protestaba el abuelo cuando oía hablar a las mujeres de la casa. Sobre todo, cuando no le hacían caso o le interrumpían sus peroratas. Porque el abuelo entendía que no era una cuestión de tiempo, sino de contenido. Y, claro, sus opiniones eran importantes. La de las mujeres, pura cháchara. Ha llovido mucho desde entonces, pero la memoria de la infancia también sirve para entender el presente. Porque todo queda ahí, haciendo poso.  

La película ‘Casablanca’ y el edadismo han sido los dos temas estrella de la noche. El más famélico de atención ha dedicado media hora a afirmar que ya no se hacen películas como las de antes… por eso ya hace tanto que no ve estrenos. Sobre los prejuicios sociales dirigidos a los mayores, ha lanzado un discurso inflamado sobre el valor y la experiencia, la madurez interpretativa y los cuerpos en forma. Su antiguo compañero de pupitre hablaba y hablaba, y él no podía evitar viajar a las comidas familiares de su niñez. Escuchaba poco, el abuelo. Y vaya genio gastaba. La combinación de ambas resultaba explosiva. La de discusiones que empezaban porque el hombre se precipitaba. Entre la escucha y su eco siempre escogía el segundo. Y, claro, la cosa no avanzaba.  

Ya llega a casa. Apenas han sido veinte minutos. Los necesitaba para ir desprendiéndose de la soledad de tantos monólogos atragantados. No es una sensación nueva. Esas citas en las que se compite por la palabra y nadie quiere batir el récord de escucha. Quizá es que todo va demasiado rápido y la vida pública se está convertido en un escaparate de la privada, y entre tanta urgencia y tanta exposición, nos olvidamos de mirar al otro.  

O será la edad, murmura para sí mismo. La edad y la resistencia de algunos a perder espacio, que no deja de ser el temor a perder admiración. Por eso la sombra que trata de expandirse. ¡Aquí estoy yo!, exclama. Lo peor es la solemnidad. La magnificencia que dedican a sus ideas propias. Encantados de escucharse, de tener tan larga y tan estrecha relación consigo mismos.   

Al fin, piensa que mantenerse joven -o menos viejo- es algo más que practicar deporte, comer sano y teñirse el pelo o viajar a Turquía. Quizá basta con esforzarse en seguir escuchando. Nuevas ideas, nuevas expresiones… o nuevas películas y canciones. Escuchar, y también hablar, claro. Pero no para enrocarse en sí mismo, sino para compartir sin sentar cátedra, para seguir aprendiendo, para acompañar. No se le ocurre un modo mejor de seguir siendo útil. Y eso sirve para una conversación entre amigos. También para una moción de censura. 

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