Artículo de Marc Lamuà

Promesas

Antes de prometer uno debe estar dispuesto a cumplir. Si la política se convierte en una caja de promesas vacías, nuestros ciudadanos dejarán de creer en ella

El líder del PSC, Salvador Illa, reunido con sindicatos y patronal

El líder del PSC, Salvador Illa, reunido con sindicatos y patronal / PSC

Marc Lamuà

Marc Lamuà

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Llevamos unos cuantos años acoplando períodos electorales, cargando con campañas que enlazan elecciones generales, autonómicas y contiendas municipales como las metas fijas de un calendario agotador. La consecuencia es inevitable cuando los candidatos y sus grupos esbozan sus planes generales, regionales o locales: se componen promesas electorales.

Una de las grandes acusaciones que se dirige generalmente hacia quienes se dedican a la actividad política es la de incumplir promesas. Probablemente, es cierto que algunas estrategias electorales incluyen a sabiendas promesas imposibles. Incluso en algún momento de bonanza económica hubo quienes se abonaron a maniobras altisonantes y rellenas de proyectos difícilmente factibles. Independientemente del color político, a pesar de lo audaz y el esfuerzo aplicado en desarrollarlos, conseguir que se materialice un proyecto de esa naturaleza, digamos electoralista, suele ser algo francamente improbable. Por todo ello, las promesas incumplidas son uno de los caballos de Troya de la política. 

No obstante, hablar de todos es hablar de nadie. Es preciso ser riguroso y los políticos no son todos iguales. Estas situaciones que detallamos han empujado a muchos representantes a ser más comedidos en la exposición de sus propuestas. Pero, incluso así, sigue siendo difícil ejecutar todo lo que plantea el diseño de un proyecto político. Y cuanto mayor se concibe, más se complica la consecución de los objetivos. Ante eso, algunos procesos – con buen criterio– optan por hacer partícipes a los ciudadanos de las dificultades que conlleva la gestión. Otros – quizá más en la tradición de viejas costumbres– se sacuden la responsabilidad y la atribuyen a las malas intenciones de otros. En Girona tenemos experiencia en ese tipo de comportamientos: nuestra alcaldesa lleva dos mandatos anunciando proyectos –algunas veces, el mismo en varias ocasiones – y señalando a cualquiera de las instituciones supramunicipales como causantes de la ausencia de resultados. Cortinas de humo de piernas cortas.

A pesar de todo, algunos hemos tomado buena nota de la carga que arrastra la política por las promesas no cumplidas. Asumir la responsabilidad de seguir cómo se dibujan los proyectos y aceptar el compromiso de atender cómo se llevan a cabo; conocer los límites que describen la realidad y las dificultades; y ser honestos con quienes han depositado su confianza en nosotros para la gestión del bien público es, al fin y al cabo, asumir algo tan sencillo como la voluntad de ser un gobernante sincero, serio y cabal.

Tenemos un par de ejemplos acaecidos esta última semana que nos muestran cómo asumir la obligación del cumplimiento de las promesas en política no conlleva ni obviar las dificultades del camino, ni la dificultad del diálogo y el pacto, ni la renuncia –por qué no– a un cierto arrojo, que no temeridad.

Justo después de la revalorización extraordinaria de las pensiones gracias a los últimos presupuestos aprobados en España, el Gobierno que encabeza Pedro Sánchez anunció una nueva subida del Salario Mínimo Interprofesional, que la sitúa por primera vez por encima de los 1.000 euros y culmina un incremento del 47% con respecto al salario anterior a la reforma. Pocos, por no decir ninguno, creyeron firmemente que era posible conseguir una subida de esta magnitud cuando la promesa irrumpió en la carrera de las últimas elecciones generales. Sin embargo, ahí está.

Hace pocas horas se rubricaba un acuerdo presupuestario en Catalunya entre PSC y ERC. Salvador Illa prometió el verano pasado que, si de él dependía, Catalunya tendría sus cuentas para 2023. Pocos le creyeron. No ha sido un cometido sencillo y la larga negociación así lo certifica. Aun así, la responsabilidad de esa promesa pública y sincera, solo podía culminarse cumpliendo aquello que debe beneficiar a todos los catalanes y catalanas.

La lección que aprendemos es que antes de prometer uno debe estar dispuesto a cumplir. Si la política se convierte en una caja de promesas vacías, nuestros ciudadanos dejarán de creer en ella, de participar en ella y de verla como el elemento necesario para el buen funcionamiento de nuestras democracias. Prometer para cumplir, un contrato sin excusa al que debemos acostumbrarnos.