Artículo de Albert Soler

La promoción de Junqueras y la mía

El miércoles intentaron boicotear la presentación de mi libro en Barcelona, lo que me confiere un estatus

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / Leonard Beard

Albert Soler

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Me van a perdonar que yo haya venido aquí a hablar de mi libro, pero es que por fin me siento importante. El miércoles intentaron boicotear la presentación del mismo en Barcelona, lo que me confiere un estatus. Tal vez hablar de intento de boicot es exagerado, fue media docena de desarrapados berreando durante menos cinco minutos, pero para alguien como servidor, que no había merecido jamás tal consideración, es un triunfo, ríanse ustedes de la Creu de Sant Jordi esa que regalan con las tapas de los yogures.

Yo esperaba más. Se lo tengo dicho a mi editor, Oriol se llama, tú no repares en gastos, organiza una protesta como está mandado y nos vamos a hinchar a vender libros. El tipo no me hace caso, y así nos va: los alborotadores que alquiló para que acudieran a promocionar mi libro eran unos pocos niñatos que no fueron capaces ni siquiera de rebasar la última fila de los asistentes al acto, formada por un par de señoras de mediana edad y un jubilado con muleta. Con agitadores de saldo, adquiridos en mercadillos de segunda mano, no vamos a ninguna parte, me pareció ver -igual me confundo, no tenía puestas las gafas y no se me acercaron- que no eran más que un grandullón con aspecto de pocas luces y un par de señoritas con gafotas. ¿Alguien piensa que con este percal se puede promocionar un libro? Es que ni siquiera ponían interés, se limitaron a pegar cuatro gritos y a marcharse por patas en cuanto el público les abucheó un poquito. Para que nos entendamos: tenían misma pinta tan peligrosa como Pilarín Bayés llamando a las armas con un rifle de juguete y el gorro encasquetado, que la pobre mujer parecía más un perrito pequinés que una exdibujante. Lo de los gorros encasquetados para distinguir a los friquis lacistas de edad provecta, de los que todavía no usan pañales, lo inició Lluís Llach y ha hecho fortuna.

Qué diferencia con Junqueras, él sí que alquiló unas decenas de buenos bravucones para que le increparan en la cumbre Macron-Sánchez. Con insultos de verdad, con violencia implícita, con mala leche, como mandan los cánones. Él sí que sabe. Bien, es un profesional de la publicidad, además, no hay como tener dinero -aunque sea de la caja de resistencia- para contratar a los mejores matones. Da igual, es dinero bien invertido, hoy todo el mundo habla de Junqueras, y nadie de mi libro. Eso nos pasa por escatimar en gastos, se lo tengo dicho a Oriol -a mi editor, no a Junqueras-, lo barato acaba saliendo caro.

Los míos, los que se tenían que encargar de hacerme un buen escrache, se limitaron a insultos que harían reír a un niño de primaria y a lanzar unos pasquines con un artículo que publiqué choteándome de Pablo Hasél -ahí estuvieron diligentes en mi promoción-, pero se largaron por piernas. Como Junqueras ayer. Ni tiempo tuve de invitarles a una bolsa de patatas chips, aunque fuera, que los pobres tenían pinta de no cenar habitualmente.

Tan rápidos se fueron, que aún no sé si eran lacistas o amigos -a lo peor hijos ilegítimos- de Hasél, cuesta distinguirlos. Al parecer, alguien les hizo notar la incoherencia de defender la libertad de expresión de un rapero objeto de colonoscopia y a la vez coartar la de un periodista sin ella. En mala hora. Razonamiento tan complicado les produjo un cortocircuito neuronal, se cuenta huían y de sus cabezas salía humo. Y todo por contratar matones de baratillo, este Oriol no aprende.

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