Limón & Vinagre | Artículo de Josep Maria Fonalleras

Antonio Mateu Lahoz: cuando se desata el monstruo de las tarjetas

Ejercer de árbitro no es fácil y quizá por eso se entiende que la tensión pueda provocar una demencia pasajera

El árbitro español Mateu Lahoz muestra una tarjeta amarilla a Messi

El árbitro español Mateu Lahoz muestra una tarjeta amarilla a Messi / Alberto PIZZOLI / AFP

Josep Maria Fonalleras

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No sé si es porque se lo creen o porque le temen, si es que realmente piensan que Mateu Lahoz es uno de los mejores árbitros o si, al afirmarlo, tratan de apaciguar su furia. Lo dijo Xavi Hernández en la previa del derbi contra el Espanyol (“a mí me gusta porque habla, dice lo que siente y te cuenta por qué silba lo que silba”) y lo han repetido, a lo largo de su carrera como colegiado, personajes de tanto relieve como Mourinho o Ancelotti, que llegó a afirmar que era el mejor del mundo. De hecho, a diferencia de otros árbitros altivos, Mateu Lahoz podría militar en el bando de los tolerantes, de los dialogantes. Una de las características que le definen es que trata a los futbolistas de tú. Quiero decir que se dirige a Neymar como Ney, por hablar de uno, porque, de hecho, su filosofía de juez se concentra en esta máxima: “Si puedo, ayudo; soy una persona que está trabajando con otras personas”. Tiene esa percepción del fútbol como espectáculo o como generador de emociones. Los jugadores y los árbitros, vistos como operarios que fabrican ilusiones, todos a una. La diferencia es que unos juegan y otros mandan y silban e imparten, digámoslo así, justicia. Es decir, la relación no es equilibrada. Y entonces es cuando, de repente, aparece el rostro de 'mister' Hyde en el apacible doctor Jeckyll. Pensando en lo del espectáculo, Mateu Lahoz deja de lado el compañerismo y el buen rollo, su tendencia natural al sentimentalismo, y se convierte en una auténtica máquina alocada de enseñar tarjetas, como si fuera un viajante del textil. Acaba de batir un récord mundial: en los dos últimos partidos que arbitró, mostró treinta y dos, que es una auténtica barbaridad arbitral. Dos partidos nada baladíes, como los cuartos de final de un Mundial (Argentina-Países Bajos) y el derbi barcelonés del día 31. Cuando ocurre esto y cuando, además, la exhibición de amarillas y rojas se concentra en el tramo final del encuentro, entonces la sensación es que el árbitro ha perdido los papeles. En Qatar, indignó a unos y otros. Los argentinos se quejaron de parcialidad y los holandeses también, y Messi confesó que ya tenían miedo antes del partido (“porque sabíamos cómo era”) y lo redujo a cenizas después: “No está a la altura”. Si los dos contrincantes hablan mal del árbitro, existe una teoría que dice que es una señal de su buen hacer, pero también podría ser que entrara en un bucle de desesperación judicial que le convierte en el protagonista del espectáculo. A veces, sin ni siquiera tener conciencia de la locura y la insensatez. Cuando el entrenador del Barça le recriminó que el partido se le había escapado de las manos, sin control, Mateu Lahoz contestó: “¿Tú crees? ¿En serio?”. Era el propio Xavi al que, en un arrebato de los suyos, había abrazado y besado pocos minutos antes, en un gesto insólito.

Ejercer de árbitro no es fácil y quizá por eso se entiende que la tensión pueda provocar una demencia pasajera. Porque resulta que Mateu Lahoz es un tipo sensato y tranquilo, que vive en Algimia de Alfara, un pueblecito valenciano de poco más de mil habitantes, con vestigios romanos y árabes, cerca de Sagunt, rodeado de amigos que le llaman Toño. Cuenta que trabajó de temporero de la naranja para poder comprarse unas zapatillas deportivas y que jugó de centrocampista, cuando todavía tenía una mata de pelo rubio y no la calva que ahora le define, con el Estivella CF. Este es el origen de una circunstancia que le marcó de jovencito. Con la intención de llevar dinero a casa, decidió ir a cosechar aceitunas en lugar de presentarse a jugar en el campo. Era una tarde de domingo. El padre, Pepe, le recriminó esa falta de responsabilidad y se pelearon. Al día siguiente, el lunes, el padre murió de repente. Ese episodio fue iniciático, es decir, Mateu Lahoz entendió, desde entonces, amargamente, que los compromisos eran sagrados. Quizá por eso, también, y por aquel deje de sentimentalismo que decíamos antes, cuando un partido que arbitra está a punto de empezar, cuando las cámaras barren a los protagonistas de derecha a izquierda, él siempre guiña un ojo: un mensaje íntimo a la madre, la señora Lola, para decirle que todo va bien. Todo va bien hasta que se desata el monstruo de las tarjetas, en una especie de pulsión animal. Mateo, el que se emociona y llora, el que habla y gesticula, no puede evitar el clamor de la selva. Ni él mismo es consciente del desconcierto y el caos. Como un maleficio.

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