Más allá del 'procés'
Para el independentismo, el riesgo de generar dos Catalunyas –o tres o cuatro- nunca fue cuestión determinante. Con el objetivo de una Catalunya que era imposible se dejó de lado a todas las Catalunyas reales
Valentí Puig
Escritor y periodista.
Es un acto de fe inmensa suponer que la sociedad catalana pronto pueda reconstruir por sí misma una normalidad dinámica más allá del “procés”. Apagados los contenedores en llamas, con oportunistas y náufragos cambiando de chaqueta, aplicadas las sentencias judiciales y con JuntsxCat torpedeado por ERC, el paisaje después del “procés” es una inercia multiforme, todavía en manos de un búnker político que piensa en volverlo a hacer, aún sabiendo que no se puede. Las distintas facciones mediáticas del independentismo disputan sobre quién se lleva más subvenciones públicas. El tres por ciento reaparece en los juzgados. Si en la Indonesia convulsa a la esposa del corrupto Suharto se la conocía por “Señora diez por ciento”, ¿quién sería la Señora tres por ciento de la Catalunya pujolista?
Mientras se hablaba tanto del 'procés' no se escuchó bastante a la Catalunya real. Incluso el PSC ha sido timorato a la hora de reclamar el 25 por ciento de castellano en las escuelas, sin que los recientes datos sobre uso del catalán entre los jóvenes de Barcelona hayan iluminado la secuencia lógica del 50 por ciento. Es más: en lugar de preguntarse si no estamos ante el fracaso de la inmersión lingüística todavía resulta que, si en Nou Barris los jóvenes hablan poco catalán, la culpa corresponde a la voluntad perversa del Estado.
El independentismo se creyó con fuerzas para imponer estados de opinión receptivos a una Catalunya que se fuese de España, sin considerar que se quedaría fuera de la Unión Europea. No importaba el orden legal, ni necesitar mayorías significativas ni que las empresas se domiciliasen en otros puntos de España. Para el 'procés' el riesgo de generar dos Catalunyas –o tres o cuatro- nunca fue cuestión determinante. Con el objetivo de una Catalunya que era imposible se dejó de lado a todas las Catalunyas reales. El daño causado al pluralismo de la sociedad catalana equivale, por lo menos, al efecto disuasorio de un campo de minas. Con más cálculo electoral que sentido del bien común, la política 'posprocés', en general, todavía se circunscribe a panoramas de muy corto alcance, sin alternativas políticas de peso.
En el pasado, la sociedad catalana fue capaz de iniciativas tan heterogéneas como la industrialización, las campañas del proteccionismo, levantar el Liceu y una Barcelona olímpica, los 'memorials de greuges' y las propuestas moderadas de Vives, conseguir la Mancomunitat o, a la muerte de Franco, ser parte de la concordia hispánica y de la botadura constitucional, que en 1978 fue una oportunidad decisiva para Catalunya. Ahora, para cruzar el puente del desentendimiento, por encima del torrente que arrastra lazos amarillos y desacatos, la moderación y el respeto son capitales, porque se trata de diagnosticar todos los errores del 'procés' con la voluntad de un reencuentro, de arbitrajes ecuánimes, transacciones sensatas en bien de la coherencia civil, estabilidad institucional y pujanza económica. Sobre todo, se trata de rehabilitar la confianza. Es la tarea más difícil, porque recuperar confianza siempre es más trabajoso que destruirla. Entre desilusiones, hostilidad, incomprensión y enanismo político, también sería higiénica una dosis de aquel espíritu regeneracionista del que hablaba Joan Maragall.
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