Herbívoros, junglas y otros jardines
Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, hace amigos con el uso de metáforas
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Sin darse cuenta, la tía Delia derrocha metáforas cuando habla. «La vida es un carnaval», suelta cuando algún sucedido la descoloca, circunstancia muy poco frecuente, pues ya casi todo le importa un pimiento morrón. En verdad, la metáfora, como herramienta de la imaginación poética, impregna el devenir cotidiano a cada paso, en cada conversación: «Laura, no te comas tanto la olla, que no vale la pena»; «a mengano le falta un tornillo»; «ponte las pilas, ‘brother’»; «la inflación va como una bici sin frenos». Y cosas así. La palabra es solo espuma del pensamiento y, como tal, se deshace, se escurre de entre las manos, y a menudo no basta para expresar, cubrir y acotar la complejidad del mundo. De ahí la metáfora, un retorcimiento del lenguaje para acertar en la diana, una figura retórica que nace de una comparación sobreentendida.
Dieta de brócoli
Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, frecuenta la metáfora. La semana pasada salió con lo de los países «herbívoros» y los «carnívoros», y no estuvo mal, tira que te vas como argumento, porque la UE no puede seguir a dieta de brócoli con Vladímir Putin, sino que debe enseñarle (un poco) los colmillos lobunos. Pero acto seguido, envalentonado por la elasticidad del lenguaje, en una conferencia en Brujas, va y se mete en un espinoso jardín geopolítico al comparar Europa con un vergel, mientras el resto del mundo, en su mayoría, constituye «una jungla» donde impera la ley del más fuerte… Se ha liado parda, claro, y se ha visto obligado a matizar las declaraciones. Aunque habría que dar de comer aparte a los países protestones (Rusia, Irán, Emiratos Árabes), no es menos cierto que el símil exhala un tufo neoconservador y etnocéntrico.
Borrell es listo. Sabe que la metáfora funciona en el discurso político porque cumple dos funciones: 1) logra llamar la atención y 2) fija mejor el mensaje que se pretende transmitir. La ha empleado a veces con fortuna, al calificar el Brexit como «el caso de un país que se pega un tiro en el pie de forma gratuita». Pero en otras ocasiones ha metido la pata hasta el corvejón, en pleno ‘procès’, por ejemplo, cuando espetó que antes de coser las heridas, había que «desinfectarlas». Haciendo amigos.
Hasta el peor de los poetas sabe que si tira, tira y tira del recurso retórico acaba saliéndole un pestiño, como el bolero «muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí». Y a la luna, que la olviden, pues de tanto ordeñarla la dejaron seca. Gómez de la Serna tuvo que dedicarle una greguería, la metáfora con humor: «La luna es un banco de metáforas arruinado».
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