Ágora

El lobismo es democracia

No es malo que las políticas se pacten en los despachos; el problema viene cuando se quieren imponer desde ellos y sin contar con los afectados

Un millar de restauradores desafían la prohibición de protesta y cortan el paseo marítimo

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Roger Pallarols

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La alusión a los lobis, en general o con relación a un determinado sector económico, se ha vuelto recurrente en debates y discursos. El que la realiza suele hacerlo de forma peyorativa, como si se tratase de algo ilegal o éticamente reprochable. Parece mentira que, a estas alturas, todavía sea necesario aclarar conceptos como este, menester al que dedicaremos las siguientes líneas. Aunque suponga explicar obviedades, conviene hacerlo: no debemos normalizar la confusión que algunos alimentan intencionadamente. 

¿Qué es el lobismo? ¿Qué significa ejercer presión sobre el poder instituido y quién o quiénes lo practican? El lobismo consiste, simple y llanamente, en intentar que los gobernantes hagan lo que nosotros creemos que deberían hacer; es también persuadir (“persuadir es el verbo de la democracia”, José Luis Rodríguez Zapatero dixit) y convencer, con argumentos, que el interés que uno defiende merece la protección de los poderes públicos. La finalidad es siempre la misma: condicionar la actuación de las administraciones hasta conseguir la reacción deseada. Presionamos las patronales cuando pedimos que se eliminen las numerosas trabas que cercenan el crecimiento económico. Lo hacen las entidades que organizan concentraciones independentistas o constitucionalistas, o las asociaciones de consumidores cuando promueven cambios legislativos. También el vecino que acude a las audiencias públicas de su distrito para quejarse de los botellones a altas horas de la madrugada. Y la señora que, en una de las salidas de la alcaldesa, se le acerca para reclamarle la unión de los tranvías (permítanme la ironía). Estos pocos ejemplos demuestran que el lobismo, en efecto, no pertenece en exclusiva ni a las estructuras profesionalizadas ni al mundo de la empresa y puede ser practicado –de hecho, lo es– por un gran número de personas a título individual y en base a un sinfín de intereses. Todos los ciudadanos somos lobistas en potencia.

Por eso, resulta hilarante el victimismo de los políticos que denuncian haber recibido presiones “antidemocráticas”. Para estos gobernantes, los lobis que no comulgan con su credo político deberían abstenerse de intervenir en el debate público. Ellos se consideran los únicos capacitados para conjugar el interés general y preferirían hacerlo de espaldas a la gente. Sin interferencias y sin controles. Digan lo que digan, las presiones no son más que un reflejo de los diferentes intereses en liza y, por lo tanto, resultan consustanciales a la sociedad y al propio sistema democrático. Los ciudadanos no vamos a resignarnos con votar cada cuatro años: en el ínterin, nos seguimos posicionando (¡faltaría más!) y nos expresamos de mil maneras distintas, individualmente y a través de asociaciones. Las decisiones que se tomen nos afectan y tenemos todo el derecho del mundo a intentar cambiarlas cuando no son de nuestro agrado. El lobismo, en definitiva, es sano y necesario desde el punto de vista democrático: cuanto más activos e influyentes sean los lobis, más permeable, plural y participada resultará la acción de los gobiernos y, por lo tanto, más respetuosa con la diversidad de intereses que coexisten en el seno de nuestra sociedad. No es malo que las políticas se pacten en los despachos; el problema viene cuando se quieren imponer desde ellos y sin contar con los afectados. 

Otro error común consiste en hablar de lobis buenos y malos. ¿Existe semejante diferenciación? Tan lobistas somos los que defendemos que el horario de las terrazas sea coherente con nuestro carácter mediterráneo como los que, por muy pocos que sean, se muestran partidarios de adelantar su cierre. El epíteto, pues, suele responder al sesgo ideológico de quien lo incorpora y denota parcialidad (una actitud especialmente censurable si se trata de un periodista). Idéntica reflexión merecen el activismo y los activistas: por muy noble (a sus ojos) que sea la causa que defienden, su objetivo no es otro que condicionar a los gobernantes, lo cual constituye, indudablemente, una manifestación más de lobismo.

Esta reflexión quedaría incompleta sin una breve referencia a la financiación de los lobis. En tanto que actores privados, deben ser económicamente autosuficientes. No se cuestiona que puedan recibir subvenciones puntuales vinculadas a proyectos concretos; ahora bien, cuando su actividad ordinaria se sostiene mayoritariamente con fondos públicos, su independencia y su libertad de acción se ven comprometidas. En estos casos, corren el riesgo de ser instrumentalizados por las administraciones y de terminar blanqueando el despotismo con el que estas actúan en demasiadas ocasiones. 

Si queremos mejorar la salud de nuestra democracia, necesitamos más lobis. De los de verdad: los que incomodan a los gobiernos. De los otros ya hay muchos.