Inversión en Catalunya

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Castillos de gasto en el aire

Hacer de la inversión territorializable de los Presupuestos un instrumento de propaganda sin una ejecución efectiva tiene efectos perniciosos

Un tren de Rodalies en una estación de Barcelona.

Un tren de Rodalies en una estación de Barcelona. / periodico

La Intervención General del Estado, en su último informe, dejó en evidencia al Gobierno español, al contabilizar que mientras presumía de presupuestar para el año 2021 2.068 millones de euros en Catalunya, finalmente solo ejecutó 739,8 millones, el 35,7%. Mientras, en Madrid lo gastado superaba ampliamente lo presupuestado (un 184%). La sensación de burla es mayor cuando en lugar de explicaciones detalladas y razonadas (si eso fuese posible), la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, y el ente gestor de las infraestructuras ferroviarias, Adif, se escudan en las dificultades de suministro o encarecimiento de materias primas durante la pandemia, tan ciertas en las comunidades con menor grado de cumplimiento como en aquellas ampliamente favorecidas.

Al margen de qué comunidad aparezca como la más beneficiada y cuál la más perjudicada, el crónico desajuste entre las inversiones aprobadas en el trámite parlamentario de los Presupuestos Generales del Estado y su ejecución dentro del marco temporal previsto es una muestra absoluta de falta de seriedad en la administración de los recursos públicos. En cualquier actividad económica esta discrepancia entre previsión de gasto y ejecución sería paralizante y disfuncional, si no ruinosa. No sería menos decepcionante una desigual capacidad y agilidad, en función del grado de lejanía de los organismos centrales de la administración, para proyectar, planificar y ejecutar las inversiones previstas.

Hacer de los Presupuestos (o más específicamente, la inversión territorializable contemplada en ellos) un instrumento propagandístico para justificar apoyos parlamentarios o ilustrar hipotéticos talantes favorables al de reequilibrio territorial sin una correspondencia constatable con lo realmente aplicado es un exponente más de una concepción de la política como un juego de percepciones, gestos y discursos construidos sobre el vacío. Una práctica que desacredita la política y que no ayuda a evitar que el populismo quede premiado electoralmente frente a los argumentos basados en la gestión responsable de los intereses públicos. Además de crear clichés territoriales que pueden no corresponderse con la realidad pero sí tener efectos perniciosos sobre el debate público.

Aunque sea difícil desgranar qué inversiones han quedado en la cuneta, el elevado volumen imputable a Adif, Renfe o el organismo gestor de los puertos no parece indicar que el motivo principal sean los retrasos debidos a las resistencias desde el territorio o las instituciones o sociedad civil catalanas (evidentes en casos como la ampliación del aeropuerto, parques eólicos o redes de distribución eléctrica, por ejemplo). Pero incluso si fuese así, que haya proyectos que no circulen por una vía rápida desde la propuesta inicial de los técnicos de la administración hasta su ejecución no es sistemáticamente discutible en términos de equilibrio territorial y ambiental. En estos casos, el problema no es que una sociedad sea más exigente, sino que las administraciones no sean más capaces de gestionar la complejidad e integrar exigencias que hoy ya no se pueden esquivar. 

Ante la situación de incumplimiento planteada, el debate debe ser si ya se están dando soluciones para poner al día compromisos y realidades y ofrecer garantías de que los retrasos no se cronifiquen. Tan irresponsable es hacer castillos en el aire con las previsiones presupuestarias como querer también arrancar réditos electorales por la vía de la denuncia sin alternativas constructivas, como las que se deberán poner sobre la mesa de forma inaplazable (junto al ejercicio de transparencia aún pendiente) en la próxima comisión bilateral de infraestructuras.