Institución cuestionada

Reformar la monarquía en nombre de la igualdad

Los excesos cometidos por el Rey emérito, reconocidos abiertamente por la fiscalía y que han quedado impunes, acrecentan el descontento con la institución y amenazan su continuidad

El rey emérito, en el acto por el 40º aniversario de la Constitución.

El rey emérito, en el acto por el 40º aniversario de la Constitución. / EFE

Astrid Barrio

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La cuestión monárquica ha sido históricamente una de las principales fracturas políticas de la España contemporánea. Tras la revolución francesa que supuso la impugnación de los privilegios del Antiguo Régimen y que inauguró la tendencia igualitaria de las sociedades, como diría Tocqueville, a largo del siglo XIX un aspecto nuclear de los debates constitucionales fue el papel del Rey en el proceso político, particularmente su relación con el poder ejecutivo del que era parte integrante. La Constitución de 1876, la de mayor duración de la historia constitucional española, consagró la teoría de la Constitución interna y la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, por medio de la cual el monarca conservaba el poder de sancionar y promulgarlas leyes, nombrar y separar ministros, siendo irresponsable políticamente e inviolable. La llegada de la Segunda República fue multicausal pero el descontento con una monarquía plagada de excesos contribuye a explicar su caída que suponía el cierre de la etapa de la monarquía constitucional en España en la que el Rey había gozado de amplios poderes. Ya nunca más el Rey volvería a tener poder político.

Así la Constitución de 1978 estableció una monarquía parlamentaria cuyo contendido queda sintetizado en la máxima “El Rey reina pero no gobierna”. Asumiendo que la soberanía nacional reside en el pueblo, el Rey quedaba desprovisto de poder político y su papel como Jefe del Estado quedaba reducido a funciones de tipo simbólico o ceremonial, todas ellas estrictamente reguladas en el texto constitucional pero manteniendo el status de inviolabilidad y de irresponsabilidad política, algo que, en perspectiva comparada, no es ajeno a este tipo de regímenes políticos. Este fue el resultado del pacto de la transición que tuvo precisamente al Rey como uno de sus principales protagonistas y que evitó que la cuestión monárquica volviese a dividir a la sociedad española, sin ignorar la persistencia de sectores refractarios.  

Sin embargo, los excesos cometidos por el rey Juan Carlos I, ahora inéditamente Rey emérito, reconocidos abiertamente por la fiscalía y que han quedado impunes por la prescripción de los delitos y por la inviolabilidad de su figura, no solo dan argumentos a quienes ya discuten la idoneidad de la monarquía sino que acrecentan el descontento con la institución y amenazan su continuidad. Urge, por tanto, emprenderlas reformas necesarias que frenen su desprestigio y eviten convertirla de nuevo en una fractura política. 

Y el argumento de la reforma solo puede versar en torno a la revolucionaria idea de la igualdad y del fin de los privilegios. Igualdad en la cuestión sucesoria para dejar de dar preeminencia al varón. E igualdad ante la ley poniendo fin a la inviolabilidad del monarca, un principio que se justifica teóricamente como una especial protección política al jefe de estado, pero que en el caso español y dados los antecedentes, difícilmente se puede sostener a riesgo de ser visto una coartada. Se argumentará que una reforma constitucional nunca es fácil pero en este caso existe, como mínimo, la mayoría de tres quintos necesaria. 

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