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Guerra de Ucrania: Aquellas buenas intenciones

Los ciudadanos ucranianos que pueden huyen del horror para pasar a engrosar las largas colas de refugiados, camino del exilio forzoso. El que necesita de la ayuda humanitaria, la solidaridad del vecino geográfico y la comprensión de la comunidad internacional

Más de 575.000 refugiados llegaron ya a Polonia desde Ucrania

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Josep Cuní

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Pocas horas después de que Joe Biden desde Washington instara a aislar a Rusia, Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores de Putin, le contestó desde Moscú: “el presidente de los Estados Unidos sabe que la única alternativa a las sanciones contra Rusia es una Tercera Guerra Mundial. Y sería una guerra devastadora”.  

Albert Einstein, desde su prodigiosa lucidez, ya advirtió que no sabía con qué armas se lucharía en la siguiente confrontación mundial, pero sí que estaba seguro de que para la cuarta solo quedarían palos y mazas. Esta es la perspectiva que nos dejan los primeros diez días de la invasión. A la latente amenaza nuclear hay que sumarle la insistencia por parte del Kremlin de llegar hasta el final, a pesar de las cesiones puntuales de corredores humanitarios para la salida de civiles de las zonas por devastar. 

Si toda guerra es el resultado de un fracaso es porque no existe la guerra inevitable. La de Ucrania lo evidencia con sus largas escaramuzas de intereses contrapuestos, jugados durante años también con las cartas de las prepotencias y las falsedades, las displicencias y los engaños. Los que, según Javier Solana, se infligieron a aquel país cuando le sugirieron que entraría en la OTAN. Quienes así lo anunciaban sabían perfectamente que no era probable ni siquiera posible. Lo mismo que se hizo con Rusia a finales de los ochenta cuando James Baker, secretario de Estado norteamericano, le aseguró a Gorbachov que, en justa reciprocidad por el compromiso de este de desmantelar el Pacto de Varsovia, él se comprometía a que la OTAN rebajara su presencia e intensidad. Tampoco pasó. Lo recuerda Juan Antonio March Pujol (Barcelona, 27 de febrero de 1958), el embajador humanista y conciliador convencido que entiende que Putin esté dolido con Occidente, aunque no por ello acepte su posición ni avale su escalada. Y propone buscar un mediador para alcanzar un acuerdo con Moscú, que evite la ampliación de la tragedia gestionando con habilidad las cesiones imprescindibles de ambas partes antes del descalabro total.  

Otro tanto podría decirse de las legítimas ambiciones ucranianas de formar parte de la Unión Europea, promovidas por los mismos bienintencionados que mientras aplaudían esta semana la proposición no vinculante del Parlamento Europeo tenían claro que para ello no hay horario ni fecha en el calendario. Y aunque la excepción confirme la regla, esta no será alterada por profundas que sean las razones emocionales que facilitan las mejores palabras mientras alejan las buenas ocasiones. De todo ello, Putin ha ido tomando nota hasta completar su lista de agravios directos o por país interpuesto.

Mientras, los ciudadanos que pueden huyen del horror para pasar a engrosar las largas colas de refugiados, camino del exilio forzoso. El que necesita de la ayuda humanitaria, la solidaridad del vecino geográfico y la comprensión de la comunidad internacional. El que es incapaz de dibujar otra esperanza que no sea la de sobrevivir. El que no puede permitirse ni ligerezas ni frivolidades porque, de regreso, solo le espera la muerte. La propia o la cercana de quienes se quedaron en el país. Ya sea para combatir o para cuidar de la casa, el único reducto material que guarda vivencias y recuerdos de una existencia rota. O quizás sea, sencillamente, por el miedo. El padre de la crueldad.

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