La Barcelona esclavista
El puerto no alberga siquiera una placa en memoria de los africanos secuestrados y vendidos en las Américas
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
El 30 de noviembre del año 1814 el ‘Diario de Barcelona’ incluía un aviso llamativo. Decía así: «Quien sepa el paradero de un negro, de edad de 30 a 32 años, calbo de cabeza, de estatura baxa, gordo, con una grande cicatriz en la frente, de nariz pata y muy picado de viruelas, sirva avisarlo en casa de D. Pedro Gil, calle de Moncada, y en Tarragona en casa de dicho señor, que a más de satisfacérsele los gastos que tenga echos, se le recompensará con una correspondiente gratificación [sic]». La nota la había pagado Pere Gil Babot (1783–1853), banquero, naviero, empresario vinculado con la trata de esclavos y socio fundador de la Sociedad Catalana para el Alumbrado de Gas en Barcelona, cuya descendencia también financió (en parte) la construcción del Hospital de Sant Pau. La anécdota la contó la otra tarde el profesor Martín Rodrigo Alharilla durante las jornadas ‘Esclavisme a Barcelona’, que han congregado esta semana a grandes expertos en la materia. Llenazo absoluto en El Born Centre de Cultura i Memòria.
Aquí somos expertos en el silencio, en esconder el polvo bajo la alfombra, en el «quita, quita»
Con el tráfico trasatlántico de esclavos ocurre en Barcelona, en la Catalunya ‘rica i plena’ y en el conjunto de España un fenómeno bien extraño. Conocemos el asunto de refilón, apenas la cáscara, los apellidos de algunas familias vinculadas supuestamente a la trata, quienes, después de todo, dice el guion, mandaron construir las maravillas arquitectónicas del modernismo que extasían a los turistas. De vez en cuando, el tema resurge de las profundidades para zambullirse inmediatamente en lo oscuro, y cada vez más hondo. En cambio, otros países europeos, como Francia e Inglaterra, han realizado sus respectivas catarsis. Antes de la pandemia pude visitar Liverpool, el puerto esclavista más importante de la era victoriana, y el museo allí emplazado, en la misma dársena, en memoria de los 12,5 millones de africanos secuestrados para ser vendidos como esclavos en las plantaciones de las Américas. Otro tanto han hecho en Nantes. O en Rotterdam. En el puerto de Barcelona no existe siquiera una placa recordatoria. Aunque la legislación prohibió el tráfico de esclavos en 1820 —explicó el profesor José Antonio Piqueras—, a Cuba siguieron llegando a carretadas hasta la abolición (1884), en razón de 15.000 al año, necesarios para el funcionamiento de los ingenios azucareros.
Bastaba con que la operación saliera bien tres o cuatro veces para volver a la metrópoli inmensamente rico. ¿Y qué hacer con el capital? Pues invertirlo, como en todas partes, en los sectores nuevos, donde más rentaba: el textil, la banca, el ferrocarril y la fabricación de maquinaria. La prensa de entonces callaba, participando así en el proceso de blanqueo de los indianos bajo una pátina beatífica de abnegación, trabajo y ahorro. Aquí somos maestros del silencio (se me ocurren bastantes ejemplos), en esconder el polvo bajo la alfombra, en el «quita, quita». Y no se trata de pasar cuentas, sino de sacudir los velos que tergiversan la lectura del pasado. Recordar para comprender que la esclavitud no ha desaparecido; solo transformado.
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