Compromisos

Crisis climática: amenaza existencial (todavía) sin respuesta

Ya debería estar en marcha una estrategia de respuesta para neutralizar un peligro que solo cabe calificar de apocalíptico

Salvar el clima costaría un billón de dólares al año, pero generaría el triple en beneficios

Salvar el clima costaría un billón de dólares al año, pero generaría el triple en beneficios

Jesús A. Núñez Villaverde

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Desde la perspectiva de la seguridad humana no cabe duda alguna de que, junto con la proliferación de las armas de destrucción masiva (especialmente las nucleares), la crisis climática es una amenaza existencial en la medida en que pone en riesgo la existencia de la especie humana en este planeta. Es imposible rebajar la gravedad de un juicio que ya quedó sobradamente claro, como mínimo, en 2007, cuando le fue concedido el premio Nobel de la Paz al Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático y a Al Gore. En consecuencia, salvo que concluyamos que nos mueve un instinto suicida, a estas alturas ya debería estar en marcha una estrategia de respuesta para neutralizar un peligro que solo cabe calificar de apocalíptico. Lo que tenemos, sin embargo, no llega a ese nivel.

Por un lado, si atendemos al camino recorrido desde la Cumbre de la Tierra (1992), de la que surgió la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) y las Conferencias de las Partes (COP), resulta inmediato comprobar que las sucesivas señales de alarma no han logrado modificar las bases del modelo económico y energético, que son los principales causantes de la crisis climática. Movidos por el cortoplacismo que caracteriza tanto los comportamientos de las instancias públicas como de las privadas, tan solo hemos llegado a activar el Protocolo de Kioto (establecido en 1997, pero que solo entró en vigor en 2005), sin que en ningún caso los resultados cosechados permitan confirmar que se ha producido una mejora de la situación global.

Por otro lado, los inicios del Acuerdo de París (2015), que a partir de Glasgow sustituirá a Kioto como marco de referencia, tampoco han deparado mejores noticias. Solo Surinam y Bután han alcanzado ya la neutralidad en sus emisiones de gases de efecto invernadero y únicamente 61 de los 137 países que se comprometieron a hacerlo han traducido ese gesto en leyes o documentos públicos concretos. Y mientras que tanto Estados Unidos como la Unión Europea dicen que llegarán a ese punto en 2050, otros grandes contaminadores como China lo retrasan a 2060 e incluso, como India, a 2070. Todo ello mientras la ONU acaba de señalar que, al ritmo actual, la temperatura aumentará hasta los 2,7 grados Celsius (en lugar de los 1,5 que ya comienzan a sonar a utópicos).

Es cierto que tanto en la reciente reunión del G20 como en las primeras jornadas de la COP26 se han vuelto a escuchar palabras de compromiso, sea sobre la voluntad de no superar el ya citado aumento de 1,5 grados o sobre un pacto para revertir la deforestación o para que en 2030 las emisiones de gas metano, responsable de la cuarta parte del calentamiento global, sean un 30% menores a las registradas en 2020. Pero también lo es que en el primer semestre del año Alemania ha aumentado (del 21% al 27%) el recurso al carbón para generar electricidad; que China, India y Rusia se quedan fueran del citado pacto sobre el metano y que ya en 2014 se suscribió en Nueva York una declaración que establecía el compromiso de reducir a la mitad la pérdida de bosques en 2020 y, desgraciadamente, su ritmo de destrucción no ha hecho más que aumentar desde entonces.

Por supuesto, cuando termine la reunión escocesa el próximo día 12 habrá algunos apuntes positivos. Y habrá quienes califiquen a la conferencia como un éxito histórico, empezando por Boris Johnson, desesperadamente necesitado de mostrar que Londres aún cuenta en el mundo. Pero, más allá de que esos apuntes sean calificados por otros como insuficientes, lo más relevante es entender que nada de lo prometido y supuestamente acordado tiene carácter vinculante. Y esto es así porque el Acuerdo de París es tan solo una suma de declaraciones de voluntad de los gobiernos nacionales. No existe, ni hay voluntad política para dar ese paso, un mecanismo internacional ligado al Acuerdo (similar a la Agencia Internacional de la Energía Atómica en el ámbito nuclear) con capacidad para vigilar eficazmente que todos los firmantes cumplen con lo acordado y, sobre todo, para sancionar al que se salte las reglas de juego. Y sin algo así, como bien han entendido los Bolsonaro y Modi de turno, firmar sale completamente gratis.

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