La figura del 'expresident'

Puigdemont, o símbolo fuera o nada dentro

Si tu partido respalda la vía contraria a la que has predicado, más vale que te quedes en Bélgica aunque tuvieras que dejar de invocar la persecución de la justicia española para no volver

Carles Puigdemont, en Waterloo (Bélgica). EFE/ Horst Wagner

Carles Puigdemont, en Waterloo (Bélgica). EFE/ Horst Wagner / Horst Wagner

Xavier Bru de Sala

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Una vez emitida su carta donde bendecía a la vez la coalición subordinada a ERC y a los de JxCat que preferían quedar fuera del Govern, Carles Puigdemont ya no se ha molestado en hacer filigranas para no parecer lo que es en la realidad de la política: el líder de una sección de su partido que en Cataluya encabeza Laura Borràs, en Barcelona Elsa Artadi y en Madrid Míriam Nogueras, las tres especialistas en radicalismos verbales y simbólicos, encendido furgón de cola del pragmatismo sumiso de su partido, enganchado sin remisión a la locomotora neoautonomista y dialogante de ERC.

Si Puigdemont se viera con fuerzas para destrozar JxCat como ha hecho con el PDECat, es probable que volviera a emprender la tarea de hacerse otro partido a medida, un partido intransigente que no abdicara de toda confrontación como han hecho Jordi Sànchez y compañía, pero ni se plantea denunciar el colaboracionismo de sus consejeros, los de Sànchez claro y, para no quedar en evidencia ante la mayoría de JxCat, ni siquiera da apoyo explícito a las tres voces mencionadas. Los partidarios de mantenerse en el 'no surrender' que aún lo invocan, sostienen la ficción de la influencia política determinante de Puigdemont. 'Wait and see', que pasen los dos años de rigor, y ya se verá como desde Waterloo levanta las masas y lo revienta todo. Dos años que con la prórroga por las elecciones de finales del 23 pueden ser tres, o cuatro bajo la hipnótica batuta de Pedro Sánchez. Exilio eternizado y cada vez más anodino.

La figura de Puigdemont no ha hecho más que difuminarse y así proseguirá. No tiene las riendas del poder, no marca la línea de su propio partido por no hablar del rumbo del país. Tanto es así que, si tuviera las garantías de volver, se vería atrapado en la lógica que ha echado su predecesor Artur Mas del tablero de la política. Si no encabezas una opción, si tu partido respalda la vía contraria a la que has predicado, si eres incapaz de ganar las elecciones porque has renunciado a tu propio mensaje, más vale que te quedes en Bruselas aunque tuvieras que dejar de invocar la persecución de la justicia española para no volver. Tanto es así que lo que realmente hundiría, del todo y para siempre, el perfil de Puigdemont como símbolo, sería una amnistía total y completa sobre los hechos de 2017 que tan mal terminaron por su pésimo liderazgo. Si volviera con impunidad garantizada, por ejemplo gracias a los tribunales europeos, tal vez serían los suyos quienes un día, anticipándose a un veredicto que se abrirá paso con el tiempo, le pasaran cuentas y desmantelaran sus excusas de haber estado mal aconsejado. Como enfatizó De Gaulle, "las consideraciones son de muchos, la decisión es de uno".

Desde un punto de vista pues no solo político sino para no pasar a la historia como algo más que responsable último de haber estrellado el proceso, le conviene, en vez de volver, explotar, aunque sea a luz de un cirio que se vuelve velita de tarta de cumpleaños, su condición de símbolo de una ya más que quimérica resistencia.

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