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Yo confieso: ¡me alegro del mal ajeno!

Chelsea-Real Madrid

Chelsea-Real Madrid / AFP / GLYN KIRK

Josep Martí Blanch

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'Alegrarse de las desventuras de los demás te embrutece y demuestra tu insignificancia. Pero es un placer y no renunciaremos a él'.

Cursé con tanta devoción los cursillos de catecismo que oficiaba Mossèn Tomàs en la parroquia del pueblo que acabé las dos temporadas en la cima del podio. Primero y a una distancia sideral del segundo. La clasificación no era moco de pavo. Si en la Liga los cuatro primeros equipos clasifican para la Champions, los chiquillos de entonces ganábamos plaza para hacer la primera comunión en el primer turno de los cinco que había. 

Para conseguirlo había que demostrar que nos sabíamos los mandamientos, el credo y el padre nuestro con mayor soltura que nuestros compañeros. Eso bastaba para encumbrarle a uno a la cima del orgullo familiar. “Mi hijo hará la comunión en el primer turno”, decían las madres en el mercado y los agraciados con la distinción henchíamos el pecho y aprendíamos a creernos muy inteligentes.  

Ya vendría la vida a ponernos en su sitio. Ahora los padres explican en Twitter que sus canijos les hacen preguntas inteligentes de trasfondo laico a muy corta edad. Pero en el fondo es lo mismo. Todos los padres del mundo están para fardar de sus mochuelos. Al menos hasta que no arriba el jodido tío Paco con las rebajas. 

A base de collejas

Mossén Tomàs nos enseñaba a hacer el bien a base de collejas, coscorrones y algún que otro sopapo. Quizá ese método no fuera el mejor y por eso no acabamos de interiorizar el mensaje que nos regalaba entre chichón y chichón. El resumen, para ir al grano, es que tras dos años de puntual asistencia a sus clases todos seguíamos siendo igual de cabroncetes que al empezar.

Lo de los diez mandamientos más o menos lo entendíamos todos. Ya nos habían enseñado en casa que robar y matar estaba mal. Incluso lo de no desear a la mujer del prójimo nos parecía que tenía cierto sentido, a pesar de ser unos churumbeles que aún no vivían pendientes de la entrepierna. Los problemas llegaban con las segundas derivadas. 

Por ejemplo, ¿cómo podía ser que no pudiéramos alegrarnos de las desgracias de los otros? ¿Acaso no teníamos derecho a celebrar que el profesor de matemáticas se rompiera la pierna? ¿Por qué no podíamos reírnos si el imbécil del compañero de clase se quedaba castigado sin patio una semana? Las prédicas de Mossèn Tomàs eran en estos asuntos como agua cayendo sobre una piedra impenetrable. Ni el más mínimo efecto.

Chelsea-Real Madrid

Esta semana he recordado en particular toda esta brasa sobre el mal ajeno que uno ha de esforzarse en sentir en primera persona hasta padecerlo como si fuera propio. Alegrarse de las desventuras de los demás te empequeñece, te embrutece, te denigra y demuestra tu propia insignificancia. Tan poco vales que la vida solo te da para mofarte de los demás y más bla, bla, bla.

Algo de verdad debe haber en ello. Pero ¡qué caray!, ¿Cómo hacemos para disimular que no hay plato más apetitoso que la eliminación del Real Madrid de la Champions y que por mucho que nos digan que sentir ese placer nos convierte en el más enano de los liliputienses no renunciaremos a experimentarlo? El día que el Chelsea eliminó al Madrid me sorprendí ante el televisor gritándole a la pantalla: "a la calle". Luego me pareció sentir el puño de Mossèn Tomàs descargando sobre mi cabeza y su vocecita castigándome al último turno de las comuniones. Y creo, a decir verdad, que aún me dura la resaca.