El espejo estadounidense

Trump y el mundo de hoy

Los votantes de Trump no son producto de ninguna mutación extraña, ni radicalmente diferentes de los demás, por eso lo que tenemos delante es tan peligroso

El presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump.

El presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump. / EP

Marçal Sintes

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"We love you. You are very special!", consoló Donald Trump a la extravagante multitud que había invadido y causado destrozos en el Capitolio. Fue el canto del cisne de un tipo que nunca debería haber llegado a presidente de la primera potencia del planeta. Pero él estaba, por decirlo de alguna manera, en el peor lugar en el peor momento. Y tuvo suerte. Y ha ocupado la Casa Blanca durante cuatro años. Pero el millonario de la piel naranja, que nadie se engañe, no es causa. Es sobre todo consecuencia, el síntoma de una dolencia. Y sus cuatro años como presidente deberían actuar como una alerta.

Nunca imaginamos los grandes acontecimientos que, cada vez de manera más rápida, hemos vivido. La caída del Muro de Berlín y el derrumbamiento de la URSS, Chernobyl, los años dominados por las políticas de Reagan y Thatcher, la pujanza del yihadismo, con el 11-S en Nueva York y los atentados en Madrid después, los inmigrantes ahogándose en las aguas de nuestro Mediterráneo, la pandemia del covid-19 y la impresionante extensión del populismo, sobre todo de extrema derecha.

Mientras tanto, el Polo Norte y el Polo Sur se funden cada vez más deprisa, y la dictadura china se encuentra a pocos años vista de lograr la hegemonía mundial.

Nada es como era

La velocidad y la imprevisibilidad. La complejidad, en definitiva, como ha diagnosticado Daniel Innerarity, define nuestra contemporaneidad. Una complejidad alimentada por el impulso de la globalización y los avances tecnológicos. Un nuevo mundo post-industrial en el que nada es como era hace tan solo una generación. Por ejemplo: en la segunda mitad de los 80, en la universidad, presentábamos aún los trabajos mecanografiados. Hoy, los estudiantes que han visto una máquina de escribir es porque sus padres guardan alguna vieja Olivetti como reliquia decorativa.

La globalización y cambios tecnológicos radicales, íntimamente relacionados, inseparables, nos han empujado abruptamente hasta donde estamos. Y nos hallamos, sin saber muy bien cómo, en otra era. Cuando se tiene lugar una transformación a esta escala, cambian las formas de producir, de consumir y de distribuir la riqueza. Hay ganadores y perdedores, y una mutación de las formas de vida.

Los más de 74 millones de estadounidenses que votaron por Trump el 3 de noviembre, como los que han convertido a Vox en tercera fuerza política en España o han impulsado Alternativa por Alemania o el Partido de la Libertad en los Países Bajos, son gente que perciben que ha perdido su vida de antes, y la vida que habían imaginado para ellos y los suyos. Y que han sentido su identidad –aquellas pertenencias, aquellas lealtades que los definen– herida, por decirlo como Isaiah Berlin.

Sentimiento de pérdida

En consecuencia, experimentan un fuerte malestar, agudizado por el sentimiento de pérdida y también de desorientación que produce el nuevo mundo. Si en el pasado la historia pudo parecer un río ancho y relativamente fácil de transitar, se habría convertido ahora en un torrente abrupto en que las aguas bajan veloces, salvajes y muy amenazadoras.

A las personas que comparten este sentimiento en EEUU, Richard Sennett les ha llamado La Base. Es la América desconcertada, enfadada y radicalizada, muy diferente, por cierto, del carnaval que el 6 de enero violentaba el Capitolio. Pero resulta que se trata de unos sentimientos que no solo existen en la tierra de Jefferson y Franklin. Existen y crecen, en todas partes, y de forma muy inquietante, en las democracias liberales. Unas democracias que, encajonadas en los límites políticos de sus Estados, son incapaces de corregir y encauzar las fuerzas titánicas que modelan el futuro, como las empresas financieras globales o las grandes plataformas tecnológicas.

Recetas simples, problemas complejos

No es raro que en nuestros días –sometidos como estamos a un alud constante e indigerible de informaciones y estímulos de todo tipo– proliferen las burbujas –que nos aíslan de los que piensan diferente–, las cámaras de eco –donde oímos lo que nos gusta oír–, la desinformación y las mentiras. Y las recetas simples ante problemas complejos y las teorías de la conspiración.

Todo nace del mismo malestar y de la misma turbación. Necesitamos calzar nuestros sentimientos y nuestros débiles argumentos. Simplificar, que significa poder de alguna manera explicar el mundo y explicarnos a nosotros mismos. Conjurar la maraña, la desorientación y la disonancia, consumir mensajes que nos alivien, que actúen de bálsamo ante la irritación que sentimos en la piel y en el espíritu.

No, los votantes de Donald Trump, o de cualquier otro como él en el presente o en el futuro, no son extraterrestres. No son producto tampoco de ninguna mutación extraña, ni personas especialmente malvadas. No son radicalmente diferentes de todos nosotros. Por eso lo que tenemos delante es tan peligroso.

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