No solo fútbol

Maradona y los muertos

Diego Maradona, durante su etapa en el Barça.

Diego Maradona, durante su etapa en el Barça. / periodico

Josep Martí Blanch

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Llega un día, imposible señalarlo en el calendario, a partir del cual todos los muertos, famosos o no, cercanos o no, queridos o no, son parte de uno mismo porque pertenecen al imaginario personal a través del cual te has construido. Ese día, del que no se toma conciencia de inmediato, es un río invisible que no se anuncia y, aunque se cruza sin saberlo, uno acaba empapado hasta las trancas. 

Más que un día es una falla bajo los pies que altera la mirada sobre como estar en el mundo. No sólo la de uno mismo. La generación a la que perteneces, toda ella, cruza ese Rubicón prácticamente de manera simultánea y al alimón, uno, dos y tres. Y son todos los ojos de tus compañeros de colegio, de universidad, de los primeros trabajos, los que, de un modo u otro, vestidos ya con las gafas de cerca, ven la pista del circo de un modo ya diferente. 

Ese día uno pasa de la intuición a la certeza: no habrá tiempo para las grandes respuestas. Así que se tornan más útiles las pequeñas preguntas que admiten contestaciones sencillas. De las múltiples formas de división que admite la vida, una consiste en cortarla en dos simples mitades. En la primera la muerte es una idea sin realidad; en la segunda una realidad a la que hay que hacerse a la idea.

El fútbol que conocimos

Para una persona joven, en el sentido literal de la palabra, no el autoengaño colectivo al que venimos sometiéndonos para alargar la juventud hasta los cincuenta o más allá, la muerte de Maradona es ante todo una exageración. Para ellos nada de lo que son se ha marchado con el 10 argentino. Han despedido a un friki, a un drogadicto, a un exfutbolista que fue muy bueno según cuentan los mayores del lugar. Debió de serlo, sí. Adiós, muy buenas.

Para los entrados en años, en cambio, el fallecimiento de Diego Armando Maradona es una llamada a la propia puerta. Un adiós a una parte del aficionado que fuimos. Se nos va el futbol que conocimos, la ilusión que nos contagió en su día, la alegría de tenerlo en nuestro equipo, la desazón de no aprovecharlo y el verlo después arrastrarse por la vida como un pavo trufado con la cocaína que también conocimos en los años en los que tantos confundieron ser alguien con empolvarse la nariz cada cinco minutos, igual que hacía el Pelusa.

Es mentira que Maradona vaya a ser eterno. Dentro de cincuenta años, puede que antes, será sólo material de tesis doctorales extrañísimas sobre deportes de masas y de reportajes conmemorativos, si es que aún existe el periodismo.  Estas son las reglas del juego que impone el paso del tiempo. La inmortalidad no está al alcance de un futbolista. El polvo todo lo cubre. Sólo los grandes profetas de las religiones monoteístas tienen ganado el agotador pulso que supone retar al paso de los años y salir airoso del envite. Las grandes despedidas, los centenares de portadas que han dicho adiós a Diego marcan el punto exacto en el que empieza a cuajar el futuro olvido. Los obituarios y las elegías póstumas lo son también de nosotros mismos. El nosotros de cuando fuimos los mejores y los bares no cerraban.