Reflexiones sobre el porvenir

El mundo tras la pandemia

Algunas iniciativas contra el coronavirus abonan el escepticismo sobre posibles mejoras en la sociedad

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José A. Sorolla

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La aparición de la pandemia ha suscitado un debate sobre el mundo que quedará cuando esta pesadilla termine. Numerosos filósofos e intelectuales han hecho pronósticos sobre el mundo que viene, con opiniones a veces contrapuestas. Desde Slavoj Zizek hasta Daniel Innerarity, pasando por Yuval Noah Harari o Byung-Chul Han, han escrito ensayos sobre el porvenir. La opinión mayoritaria parece ser que la pandemia cambiará el mundo y que necesariamente será para mejor.

El escepticismo, sin embargo, también tiene sus partidarios. Otros pensadores estiman que tenemos suficientes precedentes de salidas fallidas de otras crisis como para creer que el mundo tiene remedio, que la redención es posible. Están convencidos de que el mundo pospandemia será más o menos como el actual. Pero antes de adivinar el futuro, sería conveniente examinar el presente, sobre todo algunos de los comportamientos frente a la pandemia y algunas iniciativas puestas en marcha para intentar sobrevivir al coronavirus.

La primera decepción es que la pandemia ha provocado, al menos en España, una bronca política permanente, sin concesión alguna ante los gravísimos momentos que hemos vivido y todavía vivimos. Los partidos políticos se han dedicado, como siempre, a intentar sacar rédito electoral de la tragedia. Si el Gobierno prolongaba el estado de alarma, la oposición pedía su suspensión. Si el Gobierno establecía un mando único para dirigir la lucha contra el virus, la oposición reclamaba descentralizar las decisiones. Si el Gobierno descentralizaba las decisiones, la oposición añoraba el mando único, etcétera, etcétera.

El Gobierno ha cometido errores de pasividad, improvisación y retórica vacía, y ha tomado decisiones contradictorias, sin aceptar enmiendas ni rectificaciones, convirtiendo en dogma de fe actuaciones que unas semanas después eran aleatorias. Por ejemplo, del intervencionismo centralizado de los primeros meses se ha pasado a lo que más parece una inhibición y un traslado de responsabilidades a las autonomías, que, por otra parte, no se cansaron de reclamar hasta que tuvieron plenamente las competencias, aunque entonces más bien les sobraban. Tampoco se entienden las resistencias del Gobierno a hacer cambios legales para no depender del estado de alarma.

En cuanto a algunas de las iniciativas para paliar la pandemia, nos indican cómo es el mundo del que venimos, un mundo en el que triunfan la banalidad y el negocio y en el que cada día se falta al respeto a la gente. Hay dos ejemplos, entre muchos otros, en los que estas premisas se cumplen. El primero es el deporte y su relación con los medios de comunicación. La máxima preocupación de los dirigentes de todas las especialidades ha sido organizar y continuar con las competiciones habituales, aunque fuera sin público, como un símbolo de que lo único que importa es el negocio, pero con una enorme falta de respeto a la gente. ¿Qué sentido tiene jugar partidos de fútbol sin público, con la televisión-negocio como presencia exclusiva en los estadios, o celebrar carreras de fórmula 1 o del Mundial de motociclismo en las mismas condiciones? Y además se han organizado a toda prisa, repitiendo campeonatos en los mismos escenarios, con la única obsesión de jugar o correr para hacer caja con las televisiones.

Otro ejemplo de este mundo sin horizonte es la deriva, cada vez más acentuada, de los medios de comunicación hacia el partidismo infame y hacia la banalidad inane. El partidismo es especialmente distintivo en España. Hay que ver algunas portadas de estos días para comprobar que en otros grandes países de Europa no hay medios así, dedicados día tras día a elogiar babosamente al partido al que sustentan, sin sentido del ridículo, o a combatir con saña al Gobierno al que aspiran a desalojar del poder. 

La banalidad está más extendida. Los medios de comunicación, o al menos una gran parte de ellos, sobre todo en el mundo digital, están monopolizados por personajes sin importancia alguna, que viven de sus tonterías y sus barbaridades y del caso que se les hace. Hemos llegado al punto de fabricar constantemente ‘noticias’ que son meras reproducciones de tuits de este o aquel personaje. Las redes se convierten así en el combustible de la insignificancia, además de vehículo del odio. Los medios repiten las mismas banalidades, sin contrastar, sin comprobar, sin que nadie reflexione y diga '¡basta ya!', como en una rueda imparable de frivolidad y falta de sustancia.

El mundo que quiere ser mejor es, por el momento, un mundo dominado por la impostura.

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