Sin cortapisas

Los diversos señores X

Investigar los delitos y no encubrirlos es la mejor forma de proteger las instituciones de nuestra democracia

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Jordi Nieva-Fenoll

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¿Fue Felipe González la X de los GAL, un grupo terrorista organizado cuando él era presidente? ¿Sabía Felipe VI de los negocios de su padre y, por ello, se benefició de los mismos o los favoreció con su silencio?

Se trata de preguntas que la sociedad española ha contestado ya, pero sin pruebas, por cierto. Con los políticos -el Rey y un expresidente lo son- la sociedad no suele ser nada condescendiente porque teme ser ingenua. A nadie le gusta que le engañen, y mucho menos que en el futuro se demuestre con pruebas esa responsabilidad, quedando los que defendieron a esos políticos en una posición ridícula. Por ello se les exige algo parecido a lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dispone para los jueces con respecto a su imparcialidad; no solo que sean realmente imparciales, sino que además lo parezcan. Y es obvio que los tres citados ya no le parecen inocentes a muchos. Negarlo no sirve absolutamente de nada, sino que solo agrava el problema porque la población se siente engañada.

Una sentencia de hace 22 años

Incluso los que defienden a capa y espada a cualquiera de los tres han entrado en el peligroso discurso de la balanza. Poniendo en ambos platos las luces y las sombras del rey emérito, del actual monarca y del expresidente, sus entusiastas mantienen que los servicios prestados al país van muy por encima de los hechos delictivos que pudieran haber protagonizado, y hasta resultan disculpables porque velaban por el interés del Estado. Felipe González convirtió a España en un Estado social moderno integrado en Europa; además, su posible responsabilidad en los GAL fue excluida casi desde el principio en un proceso cuya sentencia se dictó hace 22 años.

Por su parte, Juan Carlos I habría traído la democracia a España y era inviolable. Felipe VI es inviolable y no tenía participación en la vida privada de su padre. Además, ser comisionista es absolutamente lícito en la contratación internacional. Y combatir el terrorismo por todos los medios es algo que hace supuestamente cualquier Estado. Los defensores de esa tesis ponen como ejemplo las aún sospechosas muertes de cuatro miembros de la Rote Armee Fraktion en la prisión alemana de Stammheim entre 1976 y 1977. Las teorías que acusaron difusamente al Gobierno alemán quedaron finalmente en el terreno de la conspiranoia. Prevaleció la tesis oficial del suicidio.

No voy a desvelar absolutamente nada sobre la participación en los hechos delictivos de los tres personajes porque, como casi todos, no tengo ni la más remota idea al respecto. Igual que, por cierto, en el caso de Jordi Pujol, en mi mente se junta la más extendida idea sobre esos personajes con lo que sé como procesalista: que no se puede condenar a nadie sin pruebas porque debe respetarse la presunción de inocencia, que existe precisamente para garantizar la imparcialidad judicial y el derecho de defensa combatiendo el extendidísimo prejuicio social de culpabilidad, ese que nos lleva a tener siempre en mente el tantas veces absurdo refrán “cuando el río suena, agua lleva”. Si el juez se deja arrastrar por ese prejuicio social, ya no es un observador imparcial y el acusado no tiene ninguna oportunidad. También defiendo la necesidad de trasladar la presunción de inocencia al ámbito social. No es bueno que la gente siga sospechando por sistema.

Pero una cosa es creer en la inocencia de los cuatro personajes como yo la creo hasta que haya una condena, y otra diferente es negarse a investigar los hechos o pensar en indultos ciudadanos por los servicios prestados. Si queremos a las instituciones, debemos garantizar su limpieza, porque lo que las pone en peligro es precisamente mirar para otro lado. La supervivencia de la monarquía –o la república–, o la presidencia del Gobierno o la Generalitat no deben depender de los actos de quienes las ocupen, sino que trascienden a las personas, porque el hecho de que en un país exista un rey o un presidente, o un gobierno estatal o autonómico es una decisión política que la ciudadanía debe tomar con independencia de la responsabilidad criminal de sus eventuales integrantes. Igual que la corrupción de un presidente democrático no puede ser la excusa para instalar una dictadura, la elección entre la existencia de unas u otras instituciones debe ser decidida solo con criterios técnicos de buen gobierno.

Como tantas veces dicen en tono paternalista los monárquicos, no nos volvamos locos. Exacto; investiguemos los delitos y no los encubramos. Es la mejor forma de proteger las instituciones de nuestra democracia.

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