DISTURBIOS RACIALES

Una enfermedad moral

El racismo sigue siendo un ingrediente divisivo determinante en EEUU, pero ningún presidente había osado gestionar tal lacra con las artes desafiantes de Trump

Un numeroso grupo de manifestantes observan cómo arde un coche de la policía en Manhattan, este sábado 30 de mayo, durante las protestas por la muerte de George Floyd en Minneápolis

Un numeroso grupo de manifestantes observan cómo arde un coche de la policía en Manhattan, este sábado 30 de mayo, durante las protestas por la muerte de George Floyd en Minneápolis / periodico

Albert Garrido

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El agravamiento y la generalización de las protestas en Estados Unidos a raíz de la muerte en Minneápolis de George Floyd colocan al país en una encrucijada social cuyo precedente más ilustrativo deba buscarse quizá en el desgarramiento que siguió al asesinato de Martin Luther King en 1968. Si en aquella ocasión el resorte que activó las manifestaciones fue la desaparición del mayor líder que ha tenido la comunidad negra, hoy es el dramático final de un ciudadano anónimo lo que ha hecho prender la llama, pero la razón profunda de cuanto sucede es la misma: el hartazgo de una minoría demasiadas veces sometida a las arbitrariedades racistas de políticos y agentes del orden. La gran diferencia de entonces a ahora es que ningún presidente había osado gestionar tal lacra con las artes desafiantes de Donald Trump.

Cuando Elie Mystal, reputada analista de asuntos judiciales en el semanario 'The Nation', da por sentado que la única explicación al comportamiento de los agentes de Minneápolis es que "a la América blanca -al menos a una parte de ella, cabe matizar- le gustan los policías asesinos", no hace más que recoger una impresión muy extendida entre la población negra. Cuando el presidente amenaza a los manifestantes de Minneápolis con la represión a tiros, no hace otra cosa que reforzar la impresión de que el lastre del racismo sigue ahí como ingrediente divisivo determinante, como un muro de odios que impide la articulación de una sociedad cohesionada. Cuando franjas significativas de la comunidad blanca se sienten confortadas con la agresividad de la Casa Blanca, solo cabe concluir que la enfermedad que mina la moral pública en Estados Unidos es mucho más grave de lo que la vida cotidiana en algunas grandes ciudades da a entender.

Si no fuera así, si la dolencia fuera solo pasajera y controlable, es dudoso que Trump reaccionara con cajas destempladas en año electoral. Si lo hace es porque él y su entorno están convencidos de que la política del gran garrote aplicada a los problemas internos es del gusto de su feligresía. De ser otra la impresión, con ganas o sin ellas, la presidencia hubiese multiplicado las disculpas, los gestos doloridos y los ajuares de luto, pero no es este el caso: lo que procede es acusar a la extrema izquierda de las movilizaciones en marcha, aunque basta seguir las redes sociales para comprobar que la protesta es transversal.

Debieran percibirse en el encadenamiento de errores presidenciales de las últimas semanas, desde el engreimiento ante la pandemia hasta la reacción a la muerte de George Floyd, los peores presagios para la pretensión de Trump de lograr la reelección en noviembre, pero no es así. Flota en el ambiente intoxicado por un presidente impredecible la sensación de que, a pesar de todo, puede renovar su mandato por más que los grandes medios dejen al descubierto todos los días la catadura del personaje. Y esta es también una señal nada desdeñable de hasta qué punto es profunda la fractura social y cuán grande es la vigencia del racismo.

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