La vida sin Michael

Lo suyo ha sido un estilo y una filosofía de vida que nos hace indiscutiblemente mejores: alegría, elegancia, respeto, humor, honradez, cariño, pasión y generosidad

Robinson, en una rueda de prensa.

Robinson, en una rueda de prensa. / periodico

Carles Francino

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El día después es una mierda. Una puta mierda. Ni tiene el aroma cómplice del tercer tiempo en el rugby, ni tampoco invita al análisis de lo sucedido el día anterior en un estadio de fútbol. <strong>El día después del adiós a Michael Robinson</strong> va fraguando esa papilla de pena, dolor, rabia y desamparo hasta convertirse en un engrudo que se hace bola; mucha bola.

<strong>Ayer estuve todo el día hablando de él,</strong> recordándole, llorándole, riendo, y por la noche cuando charlé con Manu Carreño en 'El Larguero' ya podía articular un discurso sin interrupciones. Pero esta mañana me he despertado pensando en él y las lágrimas han regresado. Sé que pasará, que se hará más soportable, porque el tiempo es como el bálsamo de Fierabrás: lo cura todo; o simula que lo hace. Pero este día después no tiene nada que ver con aquellas noches televisivas donde un tipo grandote que hablaba muy raro y sonreía muy bien nos descubrió otra manera de mirar el fútbol. Y la vida.

Se han dicho muchas cosas buenas de Michael en estas últimas horas; su estilo rompedor -incluso revolucionario- en la comunicación, su ingenio para inventar fórmulas narrativas, su ojo clínico para descubrir talento, o su curiosidad insaciable por buscar historias que traspasaran los límites del deporte. De hecho yo creo que hubiera hecho carrera como editor de prensa. De aquellos de antes -aún queda alguno- que consideraban el periodismo un oficio sagrado e indispensable, donde se le cuentan a la gente cosas que le pasan a la gente. No se levantan trincheras ni se difunden falsedades.

Michael no soportaba a los tramposos. Pero lo más valioso -al menos para mí que le disfruté casi treinta años- que nos deja en herencia podría ser el título de un programa que completara su saga de informes y acentos: 'estilo Robinson'. Sí, porque lo suyo ha sido un estilo y una filosofía de vida que nos hace indiscutiblemente mejores. Alegría, elegancia, respeto, humor, honradez, cariño, pasión y generosidad. Tenía todos los números de la rifa para ser un gilipollas de aúpa: estrella del fútbol, estrella de la tele, estrella de la radio, rico, famoso… pero no. Y tal vez el secreto de su fórmula esté en esa frase que repetía machaconamente: “El éxito y el fracaso son dos impostores a los que hay que tratar de la misma manera”. Un día le pregunté quién le había enseñado eso: “Kipling -me respondió-, en un poema que resume todo lo que hay que ser en la vida”. Porque Michael leía; y mucho. Podía ser un tronco en el campo y un animal en la mesa, pero era un ser dulce y cultivado que siempre defendió la cultura como remedio de males e injusticias. Hoy rescatar algunos de esos versos me alivia:

“Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;

Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;

Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,

Y tratar a esos dos impostores de la misma manera

Si puedes hablar con las masas y conservar tu virtud

O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común.

¡serás un Hombre, hijo mío!”

Vale, Kipling tiene razón. Pero este día después sigue siendo una puta mierda.