La batalla diaria

Mujeres y psicofármacos

No es nada sorprendente que ellas sean las que más pastillas toman contra el sufrimiento psicológico

Ilustración de María Titos

Ilustración de María Titos / periodico

Najat El Hachmi

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Me la encontré por la calle y por primera vez en mucho tiempo estaba contenta, expresaba una alegría que no le había visto nunca. Me esperaba uno de sus largos monólogos lamentándose de la madre mayor que tenía que cuidar día y noche y de quien no recibía ni palabras de agradecimiento, la pensión de miseria que le había quedado después de dedicarse toda la vida a cuidar a tres hijos, un trabajo que había hecho a jornada completa pero que a nadie se le había ocurrido que podía ser reconocido con un salario o una cotización a la Seguridad Social. De lo que más se quejaba era de que la vida se le había escurrido entre los dedos como arena sin haberla disfrutado. “Nos tomaron bien el pelo, nena”, me cuenta cada vez haciendo referencia a la educación represora bajo el franquismo, el miedo al propio deseo y a la libertad que la habían encerrado en una existencia mucho más pequeña de lo que hubiera querido. Por eso ahora se apunta a todos los cursillos que puede e intenta recuperar el tiempo perdido. Aun así, en los últimos meses la amargura había podido con ella y comentaba a menudo que no tenía motivos para vivir. Cuando me la encontré la última vez gozaba de una vitalidad inaudita. Se iba al cine y decía estar contenta. Guiñándome un ojo, me confesó: “Me han subido la medicación”.

Esta otra mujer no sabía lo que eran los medicamentos que ella llama “para la cabeza”. Pero después de que le contara su situación a la doctora, una situación de paro prolongado en la familia, un hijo discapacitado, la angustia de cumplir con los requisitos de las pocas ayudas, que podían terminarse de un momento a otro, el día a día de tirar del carro arriba y abajo haciendo papeles mientras se ocupa de las faenas de casa, cada día igual al siguiente y con una creciente sensación de que la vida no valía la pena ser vivida, la médica le había dado unas pastillas que la ayudaban a dormir y ya no se sentía tan agotada. La doctora, me repite, no tiene tiempo, pero me escucha cuando le cuento lo que me pasa y me dice que cuente con ella siempre. Y se extraña de la compasión de una profesional que no tendría que dedicarle más de cinco minutos por consulta mientras teclea en su ordenador los síntomas de la paciente.

Letal autoexigencia

Esta otra madre sintió que el mundo se le caía encima después de tener a su primer hijo. Lo atribuía al no dormir, a la exigencia que requiere cuidar un bebé durante las 24 horas del día o al desgaste físico de la lactancia, pero lo cierto es que cuando el pequeño se dormía, cada tarde, se pasaba las horas llorando, las horas que en los manuales de crianza dicen que tienes que dedicarte a descansar. Y eso que aún estaba de baja por maternidad y no tenía que compaginar el trabajo con la crianza. Menos mal que la comadrona supo detectar los síntomas de una <strong>depresión posparto</strong>.

El caso de muchas otras madres que hace años que van arrastrándose entre la casa y el trabajo, con sueldos bajos, mucha precariedad, con el alma en vilo por si las echan del trabajo cada vez que llaman del colegio para avisar de que el niño está enfermo, culpables siempre por no ser suficientemente madre al ser trabajadora y por no ser suficientemente trabajadora por ser madre, con una autoexigencia letal, recordándose todos los días que no cumplen, que no hacen todo lo que tendrían que hacer para ser como tienen que ser, equilibradas, organizadas, siempre con una sonrisa, permanentemente a dieta y dispuestas a ser las mejores amantes. Hasta que se dan cuenta de que llevan años andando sobre una cuerda y caen del lado de una tristeza infinita que no saben muy bien de dónde les viene. Y de nuevo son las pastillas las que las ayudan a volver a levantarse y a seguir la batalla diaria en un sistema que parece más de guerra que de paz.

Los datos sobre psicofármacos concluyen que las mujeres son sus principales consumidoras, algo nada sorprendente si tenemos en cuenta los niveles de incertidumbre, precariedad y fragilidad de los individuos en un sistema que es una apisonadora para la vida, sobre todo la vida de las mujeres que a menudo se encuentran con la circunstancia de tener que asumir cargas imposibles. Podemos estar haciendo discursos feministas sobre el reparto de las tareas domésticas, pero si te toca un padre enfermo y lo tienes que cuidar, no puedes esperar a que la mentalidad de tus homólogos masculinos cambie. La vida práctica hacia la que queríamos ir es la de la asunción compartida de las responsabilidades familiares, de condiciones laborales equitativas y menos cargas para la mitad de la población, pero lo cierto es que, mientras tanto, a muchas les toca aguantar. Pero aguantar acaba pasando factura tarde o temprano, y a menudo lo hace con sufrimiento psicológico. En estos casos, la pastillita (recetada, claro está, por los profesionales competentes) puede paliar un poquito el sufrimiento que, tal como nos dejó dicho Montserrat Roig, no sirve absolutamente para nada.