Un debate ineludible

Elecciones y fiscalidad

Cualquier política que preconice reducciones impositivas se traducirá en recortes en nuestro Estado del bienestar

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Josep Oliver Alonso

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La convocatoria a las urnas y la aparición de Vox han puesto sobre el tapete quién es responsable de la aparición de la extrema derecha española. Sucintamente, se argumenta que su paternidad hay que atribuirla a la suma de los últimos rescoldos de la austeridad, al nuevo choque inmigratorio y al conflicto catalán. Pero los particularismos del país no son suficientes para explicar un fenómeno que es universal, tanto políticamente (desde la extrema derecha xenófoba a los radicales de izquierda o, en el caso catalán y español, a los nacionalismos extremos) como geográficamente (de Polonia a los EEUU o de Brasil a Italia, por ejemplo).

Como muestra Barry Eichengreen, en su 'The Populist Temptation. Economic Grievance and Political Reaction in the Modern Era' (2018), el fenómeno emergió ya en la Norteamérica de fines del XIX. Además, la inmigración en España no es algo nuevo. Y aunque desde 2014 ha aportado un tercio del nuevo empleo, ese peso es claramente inferior al 46% que absorbió entre 1999 y 2007, y entonces no generó ninguna tensión perceptible. Finalmente, el populismo ha aparecido con y sin políticas de austeridad: de ser cierto que fuera su elemento definitorio, ¿cómo justificar el auge de Trump en unos EEUU con políticas expansivas desde el 2008?

Fenómeno con tintes similares

Si el fenómeno es tan general, su comprensión exige considerar no solo sus causas inmediatas, aplicables a cualquier situación específica como la española de 2019. Exige interrogarnos acerca lo que ha cambiado en nuestras sociedades para que ahora la extrema derecha aparezca por doquier y con tintes similares, aunque adopte formas diversas.

Aquí y en el resto de Occidente, la razón última de su emergencia se encuentra en el ocaso del modelo económico que había permitido, entre 1950 y 1980, cierta movilidad social, mejoras generalizadas de renta y consumo, empleos de calidad, un creciente Estado del bienestar y, en particular, la esperanza de un futuro mejor, que se reflejaba en la convicción que los hijos vivirían mejor que sus padres. En la actualidad, por el contrario y una vez despejada la niebla de la crisis, ha emergido un panorama desolador: reducción del nivel de vida de amplios grupos, retroceso de sus expectativas de mejora, desigualdad insoportable y deterioro de los servicios públicos. Es en este caldo de cultivo en el que crecen y se desarrollan tendencias siempre presentes en nuestras sociedades, aunque a veces hayan estado adormecidas. Es entonces cuando surge el temor al inmigrante, las posiciones antipartidos, la tendencia al autoritarismo o los chovinismos de todo tipo.

Ha llegado el momento de visualizar qué partidos están a favor de revertir los peores efectos de la globalización

¿No hay nada qué hacer? Por descontado que sí. Lo sucedido no tiene nada de fatal. Es el resultado del triunfo de las opciones liberales en economía, puestas en práctica con las revoluciones conservadoras de Thatcher y Reagan y, en particular, de la creencia en tres de sus tesis sustanciales: que la globalización financiera incrementaría la eficiencia y la prosperidad; que la globalización económica mejoraría la renta; y que habría más crecimiento con menor intervención del estado. Cada una de estas opciones ha sido el resultado de decisiones perfectamente definidas.

Lastimosamente para el común de los mortales, ninguna de ellas es cierta: la globalización financiera ha traído, como se ha visto en la crisis, miseria para millones de personas; la económica ha profundizado el malestar, deprimiendo salarios, destruyendo empleos de calidad y ampliando la desigualdad; y la retirada del sector público ha acentuado la desprotección de numerosos colectivos.

Por ello, hoy y aquí, ha llegado el momento de visualizar, en los programas electorales, qué partidos están a favor de revertir los peores efectos de la globalización. Algo que solo puede conseguirse, si no queremos regresar a una autarquía imposible, con mejoras en la redistribución de la renta y de la riqueza. Cierto que somos una sociedad católica, latina y mediterránea y que, como en todas ellas, los cantos de sirena de menor presión fiscal son más que atractivos. Pero no se confundan: cualquier política que preconice reducciones impositivas para un país como España, a la cola de la presión fiscal europea junto a Rumanía y Bulgaria, se traducirá en recortes en nuestro modesto Estado del bienestar. El debate que las elecciones deberían plantear es, justamente, acerca de la recaudación fiscal y qué servicios públicos y de qué calidad deseamos. Sería conveniente que esa discusión se abriera, siquiera por una vez, en este largo período electoral que encaramos. Lo necesitamos.