Al contragolpe
¿Me mandarás una postal?
Enviar una postal exige un ritual que va más allá de la elección de una imagen original, evocadora o intencionadamente paródica
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
La observación vagamente antropológica de los turistas que pasean por mi barrio permite fijar aquellos tópicos en los que todos caemos cuando vamos de vacaciones a otra ciudad. Caminar más despacio; entusiasmarse con un puesto del mercado que vende menudos, sangre o lengua de vaca; comer un cucurucho de tacos de jamón como si fuera una costumbre tradicional de los autóctonos... A veces, sin embargo, esos mismos turistas también nos hacen percibir lo que habíamos dejado de ver por demasiado habitual. El rincón más fotografiado de estas últimas semanas, por ejemplo, ha sido la jacaranda en flor de la plaza de la Puntual: un estallido de color lila, espectacular, que hacía sombra al busto de Santiago Rusiñol.
En esta misma línea, también he comprobado que algunos turistas conservan una costumbre cada vez más anacrónica: comprar postales. Comprar postales y enviarlas, claro. Las postales han tenido desde siempre una triple misión: dar señales de vida desde la distancia, tener un recuerdo para el destinatario y, por fin, darle un poco de envidia. Hoy día, estas tres funciones las dan las redes sociales, y además en tiempo real. Los selfis en Instagram, o las fotos de paisajes exóticos en Facebook son postales inmediatas y múltiples, pero por la misma razón desaparecen en el anonimato infinito del ciberespacio.
Quizá por eso todavía tienen salida las postales de verdad. Enviar una postal exige un ritual que va más allá de la elección de una imagen original, evocadora o intencionadamente paródica. Enviar una postal también significa arrastrar esa cartulina durante todo el viaje, hasta que el último día encuentras un estanco para comprar un sello y, después, un buzón donde meterla. Hay, además, lo que podríamos llamar el bloqueo del escritor de postales. Llegado el momento de garabatear cuatro palabras en ese espacio en blanco, el turista casi nunca sabe qué decir. La falta de inventiva, pues, añadida a la prisa por escribir, hace que la mayoría de postales sean homenajes a la obviedad. “Hemos ido a la playa cada día”. “La torre Eiffel es muy alta”. “En Italia se come bien en todas partes”.
Otro argumento a favor de las postales es que la gente las guarda. Las usa como punto de libro o las deja en un cajón, con otros trastos. Pasan los años y entonces un día la encuentras por azar, y la firma es borrosa y no recuerdas quién la envió. Hay, en todo ello, un elemento romántico, como de preservar una forma de vida caducada, que es inseparable del espíritu turístico. La mejor expresión de este malentendido contemporáneo tiene lugar unos días después, cuando finalmente la postal llega y el amigo, o el pariente, te envía un wasao para decirte: “Ya recibí la postal. ¡Qué ilusión tener noticias tuyas!”.
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