Análisis
Le ha podido la estética
El independentismo no ha llevado a cabo ninguna acción que permitiese pensar que la nueva república iba en serio
Astrid Barrio
Profesora de Ciencia Política de la Universitat de València. Miembro del Comité Editorial de EL PERIÓDICO
ASTRID BARRIO
Pocas horas después de la resolución por medio de la cual el Parlament declaraba la república catalana e instaba al Gobierno de la Generalitat a desplegar la ley de transitoriedad, el Senado daba luz verde al paquete de medidas propuesto por el Gobierno en aplicación del artículo 155 de la Constitución y el Consejo de Ministros las ponía en marcha. Cerca de la medianoche del viernes, el president Puigdemont y todos sus 'consellers', junto con algunos altos cargos y todos los de libre designación, eran cesados de sus funciones y relevados por el Gobierno de España. De acuerdo con la legalidad española, la república catalana apenas tuvo unas horas de vida, durante las cuales, más allá de los festejos de sus partidarios, más propios de una fiesta mayor que del nacimiento de un nuevo Estado, no se llevó a cabo ninguna acción que permitiese pensar que la nueva república iba en serio. Ni el menor gesto para hacerse con el control del territorio ni para lograr reconocimiento internacional o para hacer efectivo el despliegue efectivo de la ley de transitoriedad. El DOGC, como suele ser habitual, se ha ido de fin de semana como si nada hubiera pasado.
El mensaje de Puigdemont
En cambio, el Gobierno de España ha estado trabajando a destajo y el BOE casi no ha dado abasto. Antes de la medianoche del viernes ya se había publicado el acuerdo del Consejo de Ministros con las medidas al amparo del artículo 155 y a primera hora del sábado el mayor Trapero ya había sido destituido. La respuesta del ya expresident Puigdemont llegaba al mediodía en forma de una declaración grabada de la que se podía deducir que no acataba las medidas derivadas de la aplicación del 155, es decir, su cese y el de su Govern, y en la que llamaba a la población catalana, calificada de “oposición democrática”, a movilizarse cívica y pacíficamente para oponerse a su aplicación y rechazaba tajantemente el uso de la fuerza. Sin duda, un noble intento para tratar de no dilapidar el enorme capital que a lo largo del último lustro ha acumulado el independentismo como movimiento cívico y pacífico.
Vivir rápido, morir joven
Este movimiento, que se ha caracterizado no solo por su elevada capacidad de movilización sino también por su notable creatividad y sentido de la estética en múltiples manifestaciones y performances diversas, es una tendencia a la que sus líderes también han acabado sucumbiendo. El jueves esta tendencia llegó a su máxima expresión cuando Puigdemont decidió no convocar elecciones y optó por satisfacer a aquellos que le reclamaban un último y --desde su perspectiva-- también el más bello de los gestos, que era elevar la suspensión de la declaración de independencia, una responsabilidad que acabó trasladando al Parlament. Sin ninguna posibilidad de éxito tras haber traspasado el umbral de la legalidad e ignorando todos los riesgos, no hay duda de que el independentismo, y muy particularmente Puigdemont, ha vivido rápido, ha muerto joven y aunque no haya logrado hacer un bello cadáver ver sí le ha podido la estética.
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