Ventana de socorro
Un país malhumorado
En España la dureza y la aspereza parecen el signo de las relaciones entre desconocidos
Ángeles González-Sinde
Escritora y guionista.
ÁNGELES GONZÁLEZ-SINDE
Quizá soy la única, pero cuando viajo al extranjero me sorprende la amabilidad que me dispensan los nativos. Luego regreso a mi país y recibo la primera bofetada de realidad en el mismo aeropuerto. En España la dureza y la aspereza parecen el signo de las relaciones entre desconocidos. Sé que probablemente soy injusta y confundo (como me advirtió con sorna una amiga francesa en París) el turismo con la inmigración, es decir, la impresión fugaz del que está de paso con la experiencia del habitante permanente, pero nos cuesta ser amables. A mí misma hay días que cualquier cosa me indigna. Entonces me pregunto por qué dispongo de tan poca resistencia a la frustración. ¿Dónde fueron mi paciencia, mi comprensión?
La decepción es directamente proporcional a la expectativa y si nos enfada la imperfección es que esperamos que las cosas sean fantásticas. ¿Y por qué nos creemos con derecho a una realidad mejor de la que vivimos? Quizá la sociedad española que padeció la miseria y la desigualdad durante siglos, experimentó un salto muy rápido de la pobreza al confort. Apenas en el giro de una generación, aprendimos a dar órdenes en lugar de recibirlas sin las dosis correspondientes de respeto, reciprocidad y confianza en el prójimo o en el sistema. Al mismo tiempo tememos volver a la miseria que conocemos demasiado bien e interpretamos cualquier pequeña carencia como amenaza.
Pero sobre todo, cuando regreso del extranjero, lo que percibo en mis compatriotas es agotamiento, insatisfacción y falta de gusto por el empleo que desarrollan. Es comprensible, pues los sueldos son cada vez más bajos, las jornadas laborales demasiado largas y la incertidumbre sobre nuestra continuidad enorme. Si a eso se suma una cierta sensación de estafa intrínseca al nuevo capitalismo que hace promesas que no cumple, el resultado es un estado de sospecha permanente sobre el prójimo que percibimos como adversario o fuente de exigencias. Nada de eso facilita que nos queramos, es decir que nos tratemos bien entre nosotros, aunque no nos conozcamos de nada.
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