Polémica por la charla de un gay
Acallar al otro
Si reducimos la libertad de expresión a las ideas que nos parecen tolerables, habremos empezado a deslizarnos por la pendiente del autoritarismo
Josep Martí Blanch
Periodista
JOSEP MARTÍ BLANCH
Acallar al otro. Eso es lo que querían los terroristas islámicos que entraron en la sede de Charlie Hebdo en el 2015 y provocaron una carnicería de dibujantes. Acallar al otro. Eso es lo que quiere también la ley mordaza española que lleva a titiriteros ante el juez porque no gusta la obra o a tuiteros que hacen chistes sobre el atentado que hizo saltar por los aires a Carrero Blanco. Acallar el otro, eso es lo que pretendía el colectivo LGTB este domingo cuando exigió que el arzobispado de Barcelona suspendiera una charla de un homosexual francés que defiende la abstinencia sexual de los gais con una colección de argumentos muy trasnochados.
LA OFENSA PONE A PRUEBA LA TOLERANCIA
«Si no creemos en la libertad de expresión de la gente que despreciamos es que no creemos del todo en ella». No lo dice ningún embajador del conservadurismo, sino Noam Chomsky, uno de los intelectuales de cabecera de cualquier aspirante a sacar un aprobado en el test del verdadero progresista. Y sí, vale también para Philippe Ariño, este conferenciante gay al que se puede despreciar, al que se puede ridiculizar, al que se puede obligar a leer pancartas de mal gusto, pero al que no se puede prohibir que piense lo que piensa y que lo explique si le apetece, ya sea en una parroquia, si lo invitan, o subido a un taburete en el parque de la Ciutadella o el andén de una estación de metro.
{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"Los colectivos que han \u00a0obtenido derechos tras larga lucha\u00a0","text":"no deber\u00edan actuar hoy como fiscales"}}Salman Rushdie, el novelista que vivió escondido como una rata durante diez años por haber escrito una novela que ofendió el ayatolá iraní, también ha dejado escrito que la libertad de expresión deja de existir si no va acompañada de la libertad de ofender. Puede resultar desagradable, pero es solo en la ofensa cuando se pone a prueba la tolerancia y, de rebote, el talante democrático de una sociedad y sus individuos. Si reducimos la libertad de expresión a solo aquellas ideas que nos parecen tolerables, habremos empezado a deslizarnos por la pendiente del autoritarismo.
ERIGIRSE EN GUARDIANES
Harían bien en recordárselo todos los colectivos que están obligados a tener todavía una actitud de lucha permanente, bien por miedo a una involución que les haga perder las libertades que han conquistado dejándose la piel y a veces la vida, bien porque consideran que no han alcanzado aún los estándares de igualdad real a los que aspiran. Sean homosexuales, lesbianas, transexuales, feministas, discapacitados, miembros de minorías raciales o religiosas, o de cualquier otro grupo que ha sido marginado o directamente perseguido, su lucha y sus conquistas no les dan derecho a erigirse en guardianes de la libertad de pensamiento y expresión.
LA LLAMA DE VOLTAIRE
Y la advertencia vale también para los partidos que corrieron a quedar bien con el colectivo LGTB firmando una declaración para que se cancelara el acto del tal Ariño. Los diputados fueron incapaces de recordar que se sientan en un escaño porque la llama de la frase atribuida a Voltaire «no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con la vida tu derecho a decirlo» acabó prendiendo, aunque tarde, en nuestro país. No deberíamos apagarla si no queremos vivir de nuevo a oscuras.
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