EL RADAR
Las cinco fases del duelo tras el gran desengaño
Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. En el centenar de cartas de los lectores que ha publicado EL PERIÓDICO en las últimas semanas sobre el caso Pujol –las recibidas son muchísimas más– pueden identificarse lo que los psicólogos llaman las cinco etapas del duelo. Los efectos del descomunal desengaño que el 25 de julio se llevó una parte significativa de la sociedad catalana para la que el expresident era un referente, a menudo más allá de diferencias ideológicas.
Aunque la confesión y los acontecimientos posteriores concedían poco margen, algo de negación hubo, sobre todo al principio. No de los hechos, pero sí de su magnitud y de la legitimidad de los críticos: «Pese a lo confesado y a otros errores que habrá cometido, la suma de lo positivo supera con creces lo negativo, lo que difícilmente se puede decir de quienes han hecho lo posible por hundirlo», escribía Jordi Antich. Y Jesús Albiol recriminaba al PP tanta vehemencia cuando solo por Gürtel «deberían haber dimitido todos los presidentes del partido y los gobiernos populares desde el año 90 hasta ahora».
Tampoco era fácil negociar; aun así, pueden relacionarse con esa fase del duelo los argumentos que desvinculan el percance del presente y el futuro del proceso soberanista: «El movimiento independentista no surge de ningún partido, sino de la gente, del pueblo. El fraude fiscal de Núñez no provocó que la gente dejara de querer al Barça ni de llenar el Camp Nou. El caso Pujol no solo no debilitará el proceso, sino que lo fortalecerá, y mucho», sostenía Boris Masramon.
Pero los sentimientos que predominan son la ira y la depresión. El primero inflama los reproches al expresident por su deslealtad: «Lo mejor que podría hacer sería esconderse, tanta es la vergüenza que sentimos. Pague lo que ha estafado y permanezca en el anonimato» (Josep Guasch); «Pujol, te has convertido en el gran fraude de la historia catalana reciente, y has traicionado a tu pueblo en un momento crucial» (Lluís Pedrerol). En el segundo, rezuma el desconcierto de quienes ven quebrado el espejo de virtudes en el que creían reflejarse: «Yo, que ya tengo una edad, aún pensaba que los catalanes éramos diferentes. Y no, no lo somos. Se ve que político es sinónimo de corrupto aquí y en todas partes. Ahora, Pujol. Es lo último que me esperaba» (Maite Masdefiol).
¿Y la aceptación? Pues con el paso de los días son cada vez más los que ven, como en toda crisis, una oportunidad. En este caso, de regeneración, como Julián Pérez: «Quiero la independencia, pero también me quiero independizar de toda esta gente, de estos clanes y élites, para formar un nuevo país. Con toda mi ingenuidad, sí, pero lleno de esperanza».
Todo esto en cuanto a quienes, le votasen o no, percibían a Pujol como icono político e incluso moral de Catalunya. Para sus detractores de toda la vida es otra cosa, claro. Lo cuentan entre el cabreo y el regocijo, el ya decía yo, el esto solo es el principio y la denuncia de décadas de silencio en el oasis catalán. Y con generosas dosis de ironía: «Ya que tanto le gustaban las balanzas fiscales, propongo que se calcule la suya y conozcamos su gigantesco superávit» (María José Raga); «Un evasor confeso de impuestos denuncia a quien le guarda el dinero defraudado acusándole de poco honesto. No sé si reír o llorar» (Carme M. Macià). «Tendemos a compararnos con los países escandinavos pero estamos más cerca de Sicilia y la omertà» (Anna Ribas).
Dolor, indignación, cachondeo. Pero vale la pena detenerse también en miradas menos teñidas por las emociones, como la de Julio Méndez: «Se está descubriendo la corrupción que hay en Catalunya. Eso es saludable, y se lo debemos al Gobierno español. Pero, por favor, que no pare, y que no la vaya descubriendo por etapas según le convenga y cuando más le beneficie».
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