Deshaucios 'sine die'

MARC PALLARÈS

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Desde el pasado mes de enero se están produciendo deshaucios en cuyos procedimientos no consta la fecha en la que se van a llevar a cabo. Desde un punto de vista legal, el Consejo General de la Abogacía asegura que la justicia no tiene la obligación de explicitar la información de cuándo se va a producir la ejecución de un deshaucio. Pero este no es sino un paso más del esperpéntico estamento judicial, convertido en la imagen de un “poder” que se autoexpande y se perpetúa en una dirección preestablecida, guiado por las necesidades que él mismo genera y, al mismo tiempo, contiene.

Con esta forma sigilosa de actuar que ha adoptado la justicia, la euforia de la solidaridad da paso a un silencio desalentador. María, Eduardo y el pequeño Fabián lo sufrieron el pasado viernes. Cuando salieron al rellano, unos minutos antes de las nueve de la mañana, los recuerdos de las vivencias acumuladas en su casa temblaban, las palabras sangraban y el pensamiento dudaba. Eduardo, en paro desde hace tres años, pensó que, en momentos como aquel, no somos más que una inmensa superficie de piel. Las pupilas le aumentaron el diafragma, a punto de convertir el iris en un agujero negro.

Cuando salieron a la calle, el vértigo se dispersó en el interior de María; se percató que las bajas temperaturas desencajaban los pómulos de su hijo Fabián, que cerró los ojos, hasta que se convirtieron en una rendija. Sus orejas sufrían pequeñas convulsiones. Las calles estaban caladas de vacío. El silencio sonaba a derrota y las ondas cerebrales del padre y de la madre se expandieron infinitamente. Los juguetes de Fabián, que se habían quedado en la casa, parecía que cobraban vida y que se clavaban en el silencio.

La niebla era una anestesia que ponía a dormir al paisaje. A falta de gente solidarizada vociferando y portando pancartas, el frío y la luz envolvían a los tres deshauciados como raciones dobles de sonido. La secretaria judicial miró a Fabián como si se hubiese acostumbrado a que sus sentimientos se centraran siempre en un papel del juzgado, y nunca en las personas. La mirada de los dos policías, lejos de fijarse al frente, parecía sumida en una humilde concentración de ojos bajos. Eduardo agarró a Fabián en brazos; los sueños, la rabia por no haber encontrado trabajo y la incertidumbre por el futuro le alteraban el pulso y pasaban a formar parte de su trastienda sentimental, no sabía los mecanismos que podía desencadenar: la trastienda estaba cerrada pero era libre.

“¿Seguro que lo llevan todo?” María no contestó, la pregunta se transformó en castigo corporal y los recuerdos le resultaban como una especie de semillero de la hipoteca. Cerró los ojos y sintió la humedad en el aire. El tiempo transcurría como la energía, como la luz, como un alarmante quietismo cargado de idas y venidas. Eduardo pensó en su infancia sin recordarla, atisbó, delante de él, un pupitre vacío. 

Padre, madre e hijo dieron unos pasos por la calle. El ruido de un claxon agrietó el desequilibrado silencio.

El poder de los bancos va a hacer servir escenas solitarias como esta de María, Eduardo y Fabián para condenar a unas familias que algún día fueron de clase media pero que ahora sienten que el hecho de pertenecer a su clase social es una limitación, una tara.

Si esta nueva manera de actuar de la justicia consigue minimizar las acciones de plataformas como la PAH, habrá que replantearse otros escenarios de actuación. El fundamento de la conciencia es la justicia y no al revés; el derecho a tener una vida digna debería reposar en la justicia. A la extravagante generosidad de los créditos a cambio de una simple firma de antaño ahora se le tendría que superponer un mínimo sentimiento de humanidad, unas vías de acceso a la justicia a través de la regulación social, y la política, una vez llegados a la alarmante situación social actual, debería convertirse en un instrumento capaz de vehicular la expresión de la suficiencia de la ciudadanía que pierde su hogar.

Mañana habrá otra María, otro Eduardo y otro pequeño Fabián que vivirán un deshaucio nuevo, que asistirán a otro entierro de un hogar, a un abandono sin la presencia de nadie que les apoye y en el que se impondrá una circunspección, serena, encargada de que el sentido del “estado de derecho” quede preservado. El mensaje para el resto, que lo observará desde la mirilla de la puerta de casa o desde el coche, parado en un semáforo, será claro: no pagar a los bancos no sale impune; y se seguirá intentando que los valores y los ideales del capitalismo sean liberados de cualquier crítica.

No podemos permitir que haya más casos com este; Hannah Arendt no se cansó de reiterarlo: la historia no es casi nunca obra de una persona sola, no hay nadie que sea el conductor o la artífice de los cambios históricos, nadie no les da forma porque no es el individuo en singular quien habita en la tierra, ni los seres humanos ni sus enemigos, sino las personas en su multiplicidad desbordante.

Me viene a la mente una y otra vez la tristeza de la escena de María, Eduardo y Fabián, solos, abandonando su casa, pero encontraremos la manera de contrarrestar esta estrategia que ha adoptado la justicia: estamos al acecho, y, más pronto que tarde, empezaremos a vislumbrar una esperanzadora condensación de luz. Cierro los ojos y es como si notara que el sol nos lanza un grito para condensar la energía dispersa: acabaremos con estos entierros del hogar.