Soberanismo federal

Jordi Martí

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Existen, sin pretender hacer una aproximación académica, dos concepciones claras del federalismo: la que lo dibuja como una manera de organizar el Estado transfiriendo competencias hacia las partes que lo componen -la cesión de soberanía se hace de arriba abajo- o como un proceso inverso, en el que una serie de realidades diferentes -que podemos denominar naciones- acuerdan federarse para afrontar mejor un futuro compartido. En este segundo caso, es cada parte la que cede soberanía hacia arriba. No ignoro que en los Estados federales mononacionales, una vez el proceso histórico de formación de la federación culminó, la soberanía pasó a ser considerada única e indivisible, es decir, las partes perdieron su soberanía propia en aquellos casos en los que la habían tenido. Valgan como ejemplo los Estados Unidos o Alemania. En el caso de las federaciones netamente plurinacionales, independientemente de lo que digan sus Constituciones, la idea de una soberanía única e indivisible parece, hoy, una solución abocada al fracaso. Y esto vale tanto para España como para Europa.

Centralización y centralismo

En este contexto, la propuesta que nos hace el PSOE es una España federal en una Europa federal. Hay que advertir, sin embargo, que estos dos federalismos no son exactamente lo mismo. En el caso continental son los diferentes Estados que progresivamente han cedido soberanía a la Unión Europea (UE) -sería bueno, hay que decirlo, que este proceso no se detuviera por los recelos de los Estados miembros- y cualquiera de las partes siempre tiene la posibilidad de volver atrás. En el caso de una España federal, el proceso sería el inverso: sería el Estado, a través de una reforma de la Constitución, que cedería más soberanía a las partes. No deja de ser, pues, una actualización del Pacto Constitucional construido en la Transición. Hoy, la UE no es federal por un déficit de centralización, mientras que España no lo es por un exceso de centralismo.

Sin embargo, por una combinación de motivos suficientemente conocidos encabezados por la sentencia del Tribunal Constitucional, no parece que hoy esta vía pueda satisfacer una amplia mayoría de la sociedad catalana. Un federalismo como evolución y profundización del Estado autonómico, incluyendo someter a las urnas la reforma constitucional, mucho me temo que llega tarde para satisfacer los anhelos de la sociedad catalana, incluidos muchos de aquellos que preferimos ahorrarnos nuevas fronteras y preferimos un proyecto compartido. En cualquier caso, es justo constatar las diferencias entre esta posición que busca una salida a la crisis territorial y el inmovilismo con pulsión recentralizadora, por decirlo suavemente, del Partido Popular .

Federalismo desde abajo

El denominado derecho a decidir, con todas sus imprecisiones semánticas, es la clave que obliga a cambiar el proceso. ¿Si en una futura UE plenamente federal, los actuales Estados miembros mantendrían su derecho a decidir -el derecho de salir de la Unión- , porque en una futura España federal, Catalunya no debería disponer exactamente del mismo derecho? Lo que vale para un federalismo, el europeo, debería valer también para el otro, el español. Así, si una de las partes quiere decidir por sí misma su futuro, y aceptamos que esta es una posición muy mayoritaria en Catalunya, la única alternativa a la independencia es un federalismo desde abajo. Si lo prefieren, un federalismo a la europea, en el que hay cesión de soberanía a Catalunya para que libremente los catalanes decidan su futuro: unirse o irse. Las alternativas deberían ser en positivo y, por tanto, como proponía hace unos días Albert Sáez en EL PERIÓDICOAlbert Sáez, la consulta podría establecerse entre federación y independencia. Llegado el caso, yo estaría entre los primeros en el que me atrevo a denominar, con el permiso de los académicos, soberanismo federal.

Lo miro, es cierto, desde mi compromiso con Barcelona, la capital de Catalunya. Hay dos características de la capital del país que no deberíamos perder de vista. La primera, su capacidad de ir acomodando sensibilidades culturales y sentimientos de pertenencia diferentes. La segunda, su pulsión de ciudad-Estado, donde ser la capital de Catalunya no le impide ejercer la capitalidad de la cultura española, ser capital del sur de Europa, ser capital del Mediterráneo o ser una ciudad referente en el ámbito iberoamericano. Sea cual sea el resultado de este proceso, Barcelona debe encontrar un contexto que favorezca esta capacidad de ciudad hecha a sí misma, de una realidad urbana que se siente capital en mayúsculas, que se siente, en cierto modo, capital de Estado. Sea cual sea el resultado del momento histórico que vivimos, Barcelona debería acabar siendo, ¡tengámoslo claro!, capital de Estado: ya sea como cocapital de una nueva España federal o como capital de una nueva Catalunya independiente.

Compañeros de viaje

No basta, sin embargo, con hacer evolucionar un modelo que ha apostado por una estructura radial del Estado con un solo centro que acumula capitalidad política, económica y cultural. Maragall lo denunciaba en un artículo premonitorio, 'Madrid se va' ('El País', 27 de febrero de 2001): "La definición, no sé si decir madrileña o popular de España, es la siguiente: España está formada por un conjunto de puntos en distancias diversas de Madrid. Y la definición del objetivo de la política territorial es, como sabemos, acortar esas distancias". España debe aceptar que tiene dos motores, si sigue empeñada en no hacerlo, terminará perdiendo uno, gripado y asqueado por ir encontrando impedimentos que no le permiten explotar todo su potencial. La propuesta de los Presupuestos Generales del Estado para el 2014 son, en este sentido, un menosprecio hacia Barcelona.

En este camino, sin duda, habrá que buscar muchas y nuevas complicidades. Pero para aquellos que entendemos que la crisis territorial es un vértice de una crisis global, inseparable de la crisis socioeconómica y de la crisis de la democracia, debemos acertar con los compañeros de viaje. Yo siempre estaré más cómodo al lado de Joan Herrera y Oriol Junqueras que de Alicia Sánchez-Camacho o Josep Antoni Duran Lleida. Siempre. Es más, dudo mucho que en las elecciones municipales de 2015 podamos recuperar el Gobierno de la capital sin la misma alianza de izquierdas que lideró y realizó la gran transformación de la Barcelona que hoy todos conocemos. Los federalistas de izquierdas, con plataforma o sin, en eso no deberíamos equivocarnos.