Crítica de libros

'La figura del mundo', de Juan Villoro: carácter y destino

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Juan Villoro

Juan Villoro / EFE/José Méndez

Ricardo Baixeras

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Evocar imaginativamente por el poder omnívoro de la ficción a un padre. Concebir literariamente los contornos difusos de un filósofo especulativo y zapatista que se convirtió en todo un emblema de cómo la obra conduce inexorablemente a la vida y de cómo no hay vida posible si no hay obra. Comprender, desde la distancia necesaria que proporciona el tiempo, cómo hacer de la estética una ética innegociable y viceversa. Rastrear las horas intempestivas de un hombre para quien su “mundo interior estaba hecho de temas, no de anécdotas”. Proporcionar al lector la imagen de un friso temporal sobre la historia reciente de un México convulso y apasionante a la par. Tratar de indagar los vericuetos invisibles que conformaron la propia personalidad a través de un padre de quien podía entrever la mayor de las veces “lo que pensaba del país, pero no lo que pensaba de nosotros”. Tratar de conocer por qué aquel al que apoda felizmente “el cartaginés” buscaba en las antiguas civilizaciones el sentido del mundo actual. Entablar diálogo confesional con aquel que se convirtió en una figura pública y que quiso poner sus propias ideas al servicio de las causas sociales por las que valía la pena vivir y, en última instancia, conformar el dibujo certero de un hombre que “no era ajeno a la pasión, pero prefería emocionarse a través de las ideas”. El lector sospecha que Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) ha escrito su libro más íntimo (“Escribir significa desorganizar sistemáticamente una serie, el alfabeto. Del mismo modo, evocar significa desorganizar sistemáticamente el tiempo”) y que lo hace también a través de su madre, Estela Ruiz Milán, filóloga y psicoanalista, porque ella, aunque “no necesita ser imaginada” es la contrafigura que le permite recorrer en toda su amplitud los puntos de anclaje sobre los que construir el edificio paterno. Es también a su madre a quien le dedica el libro y con la que lo cierra en un largo epílogo imprescindible y que titula ‘Parientes lejanos’.

Sí. Es hasta la fecha el libro más personal de Villoro porque, de forma oblicua y desplazada, habla del padre, de la madre, de sus hermanos, de sus amistades, de su pasión desaforada y desmedida por el fútbol, habla de la vida universitaria, social y política en México con la intención primera y última de explicarse a sí mismo, de comprenderse a través del padre, de convertirlo en un espejo a lo largo y ancho del camino que convoca, desde la distancia, la exactitud de una imagen imperecedera, como si aquel “yo soy otro” de Rimbaud fuera la clave de lectura de este homenaje sosegado al profesor barcelonés Luis Villoro que tuvo que exiliarse a México tras la contienda de la guerra civil: “No pretendo erigir una estatua al Gran Hombre ni desacreditarlo por medio de infidencias. Por lo demás, el punto elegido para narrar define más al autor que al protagonista retratado”.

Ese punto elegido, que es el punto de partida, no es muy distinto del que utilizó en su novela ‘El disparo de argón’ (1991) porque ambos textos -tal vez éste la contracara de áquel- buscan establecer cuáles son los parámetros que permiten mirar el mundo con otros ojos. Una mirada vinculada a los afectos, a los amigos de juventud y a los que quedan ahora, a la memoria personal, familiar y política, a la vida sostenida como si fuera el empeño de una escritura que para uno ardía en el terreno del pensamiento (en Grecia antes que en Roma) y para el otro, en la tierra baldía de la ficción: “Me dedico a la literatura, donde se aspira a escribir mejor de lo que se piensa, y él se dedicaba a la filosofía, donde se piensa mejor de lo que se escribe”. 

El libro de Villoro hijo sobre Villoro padre me ha recordado el discurso de Rafael Sánchez Ferlosio cuando recogió el Premio Cervantes en 2004. Haciéndose eco del ensayo de Walter Benjamin 'Destino y carácter' y a propósito de una cita de Nietzsche -“El que tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve”- Ferlosio trata de hacer ver qué personajes literarios han tenido una vida visible, de carácter, cuya manifestación estaba al alcance de todos, y qué personajes estuvieron atravesados por el campo silencioso y el campo de batalla del destino, no tan visible y cuyas acciones aparecían trasmutabadas precisamente bajo esa condición: el destino. El filósofo-padre, el autor de ‘Los grandes momentos del indigenismo en México’, de ‘Creer, saber, conocer’ o de ‘La significación del silencio y otros ensayos’, el que trabó amistad con el subcomandante Marcos convertido ahora en Galeano, el que acompañaba a su hijo a los estadios no “por ser aficionado, sino por ser padre”, aquel que en sus últimos años “juzgó, de manera ya inmodificable, que la vida corrobora el pensamiento”, tuvo una vida visible, amplificada por un carácter contradictorio. Pero el Villoro que aquí escribe sabe que en más de un sentido quiso acercarse a su padre bajo la forma endiablada de un destino cargado de pequeños gestos que debían ser leídos bajo una lenta hermenéutica, la figura de un mundo como si fuera una biblioteca en cuyos anaqueles la vida no es tan evidente y hacia allí dirige un discurso nada melodramático, nada lamentablemente sentimental, sino más bien bajo la de una emoción oftalmológica y contenida, como si se quisiera decir que, al fin y al cabo, trató de comprender porque “para el hijo de un profesor, entender es una forma de amar”.

‘La figura del mundo’

Autor:

Juan Villoro

Editorial:

Random House

272 páginas. 21,90 euros