CRÍTICA DE LIBROS

Crítica de 'Falsa liebre', de Fernanda Melchor: temor y temblor

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ICULT 23 03 2021 FERNANDA MELCHOR

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Ricardo Baixeras

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Antes de que Fernanda Melchor(Veracruz, México, 1982) incendiara el panorama de la literatura latinoamericana con ‘Temporada de huracanes’ (2017) -finalista del premio Booker International en 2020- y Páradais (2021) publicó en 2013 en Almadía esta novela que ahora felizmente recupera Random House. Puede el lector, por tanto, saber de dónde proviene aquella escritura que señala hasta qué punto el deseo, la sexualidad y la violencia conforman una tríada obsesiva y el corazón de una literatura de “historias fuertes”, en palabras de Melchor. 

Y, desde luego, esta ‘Falsa liebre’ lo es. Un libro que atraviesa sombras como si fueran campos de amapolas inocentes y que, con aquellos dos, forma una trilogía: los tres contando hasta decir basta lo terrible que anida en lo cotidiano, la desesperanza como el único futuro posible, la violencia que asola a unos personajes en el núcleo más íntimo, la sexualidad como la contracara del amor, el alcoholismo como el centro de la perdición, la hermandad llevada hasta el límite de sus propias fuerzas y todo ello auspiciado por lo familiar, por lo más cercano, como si Melchor quisiera dejar bien a las claras que los seres más terribles no son los ángeles (como quería Rilke) ni los muertos lejanos que aparecen súbitamente (como quería Rulfo), sino los muy vivos que ejercen una violencia desmedida con una puntualidad que aquí se dice salvaje. 

En el centro de esta historia anida el deseo de salir de la casa familiar para poder evitar las palizas que, como una maldición, se repiten sobre los cuerpos magullados de dos hermanos, Zahir y Andrik. Pero también están Pachi y Vinicio que, en contraste con el espacio claustrofóbico de la casa, tratan de llegar a la playa de sus deseos. A la intimidad y violencia cerrada de la casa Melchor le opone la playa abierta y colectiva en la que también se desata la violencia sórdida del mundo. La liebre es falsa porque por mucho que corra no alcanzará jamás la meta deseada: la soledad hacia la que se dirigen estos cuatro personajes será inevitable o no será. Salir de la casa y llegar a la playa, tratar de vivir en un espacio en el que la violencia no lo ocupe todo es una victoria pírrica porque los cuatro viven en la desesperanza, en la sordidez y porque, al fin y al cabo, sufren un destino imposible de evitar y la desolación de sus propias emociones que, a menudo, no pueden acabar de comprender, cosa la cual el lector agradece: no es posible dar cuenta de la intimidad de unas vidas cercenadas por el peso de unos golpes atávicos que vienen de muy lejos y que Melchor parece querer contar en toda su complejidad: ni maniqueísmo infantiles, ni lecturas a priori. Hay que esperar pacientemente a que la trama se dirija hacia su poderoso final para ver hasta qué punto aquello que parecía ahondar en un destino colectivo (el amor es imposible; la violencia, inevitable) no es sino el dibujo de una delgada frontera que alcanza la individualidad. La desesperanza a la que se dirigen estos personajes es cíclica, de una rotundidad brutalmente descarnada y lanza hacia el futuro todo el pasado que han sufrido: “Zahir pensó que ya no necesitaba nada. Era la hora de la cobranza y sus propias manos le bastarían.”