Crítica de teatro

'Hedda Gabler': Ibsen al cubo

Àlex Rigola vuelve a encajar a público y actores en un escenario de madera de reducidas dimensiones para llegar a la esencia de la representación teatral.

Hedda Gabler

Hedda Gabler / Silvia Poch

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

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En el Grec de 2017, un inspirado Àlex Rigola planteó un experimento singular, encerrar a los espectadores en un claustrofóbico cubo de madera para neutralizar la distancia entre el público y el sentido de la obra. De aquel iniciático 'Who is me. Pasolini' saltó meses después al ya antológico 'Vania', un Chéjov servido en un receptáculo parecido, con un número reducido de asistentes respirando al unísono con el reparto. Seis años después, Rigola vuelve a su caja-escenario para adentrarse en la psique retorcida de Hedda Gabler, emblemático personaje de Ibsen que desnuda hasta el límite para destilar solo la esencia de su tragedia, el tedio que estrangula su felicidad.

La pirueta era complicada, Ibsen no es Chéjov. El teatro burgués del noruego es más conflictivo y arisco, las situaciones se acaban emponzoñando por la sinrazón. Cuesta empatizar con esa Hedda codiciosa y zalamera, capaz de todo para ser el centro de atención, tan distante por su apatía del empoderamiento femenino de nuestros días.

La versión prescinde del ritmo y los detalles que dan a la obra un aire de thriller, va tan directa al tuétano que en una sola hora de montaje cuesta incluso dibujar el carácter de los secundarios y algunos conflictos de la trama. A Rigola parece importarle poco, porque en esa búsqueda del alma del texto se acaban confundiendo los personajes con los intérpretes, que conservan sus nombres de calle y se ven privados de casi todas sus herramientas expresivas. Prohibida la afectación, el lucimiento gestual, con la trastienda de las palabras se construye una atmósfera de recogimiento irreal, hipnótica. Así, entre los pliegues del sentido aparece la sustancia última de la obra: casi un milagro.

No hay escenografía más allá de las tablas que cierran el espacio, rebota en ellas la pausada partitura coral, reparto joven pero pata negra: magnética Miranda Gas, Marc Rodríguez en su versión más circunspecta, Joan Solé como el demiurgo que abre el ritual y un bien sujeto Pol López, melodioso y felino. Y claro, Nausicaa Bonnín como Hedda, que libera a la antiheroína de los tópicos, que con su amargo dulzor revela el drama entre miradas de auxilio. Siempre estuvo allí la conclusión: no se puede ser feliz viviendo a la sombra de otra persona. El jueves pasado la protagonista estaba visiblemente constipada, imposible disimularlo con tan poca distancia. ¿Cambió eso algo? Al contrario, la realidad se transluce con el teatro y viceversa. Cuando salimos del cubo de Rigola nos cuesta aún más distinguir dónde está la frontera.