Crítica de teatro

'Macbett', la historia interminable

Ramon Simó rescata la versión de Ionesco del clásico de Shakespeare para un montaje protagonizado por Joan Carreras

Macbett

Macbett / May Zircus

Manuel Pérez i Muñoz

Manuel Pérez i Muñoz

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

En una de sus frases más célebres, Marx recuerda que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa. Cuando Ionesco estrena en 1972 una de sus pocas versiones de un texto ajeno se centra en 'Macbeth', como antes lo había hecho su admirado Alfred Jarry en 'Ubú rei'. En los 76 años que separan de una versión de la otra acontecen dos guerras mundiales y un telón de acero separa al autor rumano de su patria de nacimiento. No había razones para el optimismo, por eso el 'Macbett' con 't' final de Ionesco hurga en la herida del humanismo hasta desangrarlo, y llega a alterar el desenlace de Shakespeare para arrebatar cualquier posibilidad de redención colectiva.

Si Jarry con su grotesca escatología pretendía dinamitar la moral de una sociedad en declive, Ionesco, en su desencanto incorregible, escoge un peligroso cóctel entre tragedia y farsa. Sobre estos dos polos que se atraen y se repelen, el director Ramon Simó ha levantado un montaje desconcertante en el que cuesta situarse. De pronto, la épica isabelina cubre con su manto alguno de los largos monólogos y, acto seguido, cruza la escena un cazador de mariposas completamente ajeno a la sangre y la guerra, recursos al absurdo que nos recuerdan que todo es mentira. Por el camino, se echa en falta la extravagancia y el ridículo propios de la farsa, herramientas que nos permitan digerir la densidad de unos personajes que la puesta en escena toma demasiado en serio.

Burla, deseo y locura

Hay excepciones: David Bagés como el tirano Duncan mantiene en todo momento el registro burlesco que oxigena las escenas palaciegas; también sirve de contrapunto la presencia sedosa de Anna Alarcón (aunque la desnuden como una forma desfasada de representar el deseo), y, por supuesto, el Macbett de Joan Carreras, cuya energía y magnetismo son la base de la obra. Eso sí, tendremos que esperar a la segunda parte para que la locura del usurpador aporte el sentido con su sinsentido.

Reposa la trama sobre una plástica pretérita, como de viejo cine mudo con su destartalado piano. Los juegos de sombras detrás del telón son el principal hallazgo visual, y una montaña de ropa inerte al fondo juega con la idea de guerra acumulada, desgracia cíclica que vuelve una y otra vez. Ante esa irremisible premisa, los diálogos y las situaciones se repiten con ritmo estanco. Al final, la tragedia gana el combate por puntos, y la falta de esperanza nos devuelve una oportuna advertencia contra los totalitarismos siempre al acecho. 

Suscríbete para seguir leyendo

TEMAS