EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica de 'El hombre de la bata roja' de Julian Barnes: entre la hipocresía y el progreso, la Belle Époque
Una deliciosa zambullida vivificante en las aguas del cambio de siglo que no le hace ascos al chismorreo
Valèria Gaillard
Ya conocíamos la francofilia del escritor británico Julian Barnes, que saltó a la fama con su original aproximación al padre de Madame Bovary, 'El loro de Flaubert' (1984). Luego vendrían otras novelas con la mirada puesta en el 'fin-de-siècle' efervescente, como por ejemplo 'Niveles de vida', en la cual ya aparecía Sarah Bernhardt. La incombustible actriz vuelve a asomar la nariz en esta última entrega gala: 'El hombre de la bata roja' (Anagrama/Angle). Aquí Barnes se fija en un trío formado por dos aristócratas —el conde Robert de Montesquiou, poeta y famoso por sus excentricidades, y el príncipe Edmond de Polignac, músico y mecenas (tras su matrimonio con la rica americana Winnaretta Singer)— y un burgués, Samuel Pozzi, ginecólogo excepcional, por cuyas manos pasó la flor y nata de la Belle Époque. El trío en cuestión viaja el verano del 1885 a Londres, donde el mismo Henry James les hace de cicerone. 'El hombre de la bata roja' es Pozzi, que fue retratado con esta teatral vestimenta por John Singer Sargent en 1881. Sin embargo, no se puede decir que sea el protagonista del libro, sino más bien el pretexto para hacer desfilar toda una serie de personajes variopintos en un cuadro impresionista, hecho de digresiones, anécdotas y análisis literarios de obras clave, como 'À rebours'.
Joris-Karl Huysmans, Guy de Maupassant, Oscar Wilde, Marcel Proust, Edmond de Goncourt, Whistler, Léon Daudet… El más desconocido es Jean Lorrain, periodista y novelista fallido que sacaba de quicio a todos sus contemporáneos. Al tiempo que repasa las relaciones entre Gran Bretaña y Francia —ahora que no pasan por su mejor momento— Barnes va saltando de un tema a otro, estirando de un hilo interesante y dejándolo abierto, como por ejemplo la oposición entre Samuel Pozzi, darwinista y abanderado de una verdad científica, y su padre, el antropólogo Benjamin Pozzy, que defendía una verdad evangélica e inamovible. Más bien, pues, sería un libro 'collage' hecho con materiales a veces dudosos, básicamente chismorreos de los cuales tampoco se citan las fuentes, y aquí el propio autor reflexiona sobre el cotilleo, afirmando que revela más el carácter de quien lo difunde que sobre quien lo motiva.
El autor se pierde en elucubraciones sobre la sexualidad de figuras como Sarah Bernhardt (¿era ninfómana o padecía alguna patología que le impedía tener orgasmos?), o Montesquiou (¿era “sodomita” 'de facto'?), a veces punteadas por observaciones absurdas, como por ejemplo que los franceses se han considerado desde siempre menos homosexuales que los británicos, y por este motivo el sida “les sorprendió más”.
El libro, que no deja de ser una deliciosa zambullida vivificante en las aguas burbujeantes del cambio de siglo, incluye las estampas de la colección Felix Potin como un pasillo de retratos en sepia de una sociedad hipócrita, pero aún así animada por un espíritu optimista cuyo representante máximo es Pozzi, que encarriló el siglo XX hacia el progreso médico.
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