Serie fenómeno
A favor de 'El juego del calamar': la fuerte identidad del audiovisual surcoreano
El crítico de cine Quim Casas aplaude la producción surcoreana
Por el contrario, su colega Nando Salvà no se muestra precisamente entusiasmado
Quim Casas
Periodista y crítico de cine
Profesor de Comunicación Audiovisual en Universidad Pompeu Fabra y docente en ESCAC, FX, Cátedra de Cine de Valladolid y Museu del Cinema de Girona. Autor de diversos libros sobre David Lynch, David Cronenberg, Jim Jarmusch, Fritz Lang, John Ford y Clint Eastwood. Miembro del Comité de Selección del Festival de Cine de San Sebastián.
La serie surcoreana ‘El juego del calamar’ nos engancha por la misma razón que en los últimos años nos han fascinado un puñado de películas procedentes de este país. A veces no acabamos de comprender, desde nuestra perspectiva occidental, ciertos conceptos. A veces nos reímos con situaciones que en la cultura y forma de vida coreanas son corrientes y trágicas. Recuerdo una secuencia de ‘The host’, el tercer largometraje de Bong Joon-ho, que acontece en un funeral colectivo. Los personajes lloran convulsamente, de manera histriónica, pero así es en una realidad que nosotros no comprendemos, o ahora entendemos mejor gracias al floreciente y atractivo audiovisual surcoreano. ‘Parásitos’, lo último de Bong Joon-ho, fue la clara demostración de como esta imaginería tan particular -aunque conectada con ciertas películas europeas de los años 60 firmadas por Joseph Losey o Pier Paolo Pasolini- podía alcanzarnos a todos con un éxito inusitado. Ahora son las teleseries las que juegan un similar papel. La industria audiovisual de Corea del Sur ha visto claramente el filón y se dispone a explotarlo.
Pero lo mejor de ‘El juego del calamar’ es que todo lo que propone lo hace desde una concepción personal, sabiendo que ahora mismo, lo que llega de esa cinematografía tiene un mínimo éxito asegurado. La serie funciona con sus armas, sin darle tregua al espectador ni amoldarse a sus previsiones. Park Chan-wook, el otro gran cineasta del momento, pasó a la televisión en 2018 con una adaptación de la novela de John le Carré ‘La chica del tambor’. A su manera, se occidentalizó. Y ahora prepara ‘The sympathizer’, una miserie para HBO con Robert Downey Jr. Bong Joon-ho debutó en Netflix hace cuatro años con ‘Okja’, y esa sigue siendo, hoy en día, su peor película. Pero el creador de ‘El juego del calamar’, Hwang Dong-hyuk, director y guionista de corta y poco celebrada carrera, no ha apelado a otras convenciones que no sean las de su propio país: el nombre de la serie procede de un juego infantil muy popular en los años 70 que aquí se convierte en cualquier cosa menos una experiencia lúdica.
Y volvemos a la pregunta de antes. ¿Por qué engancha tanto hasta convertirse en otro fenómeno del ‘streaming’ que no cesa? Sin duda por su forma de convertir en espectáculo, al principio algo cómico, después bastante desolador, una historia aferrada a la realidad de las crisis sociales y económicas que nos envuelven. También por su métrica tan particular, esa forma de narrar sin demasiadas elipsis y estirando a veces las situaciones lo indecible, como ocurre por otro lado en los mangas japoneses y en casi todas las películas de acción surcoreanas, pródigas en detalles que a cualquier cineasta occidental le parecerían de lo más prescindible. Es otro imaginario, y eso siempre viene bien cuando el nuestro se agota. Pasó hace más de medio siglo cuando Occidente descubrió a Akira Kurosawa y tanto en Estados Unidos como en Italia se dedicaron a adaptar sus historias de samuráis en forma de wéstern.
Lejano y cercano
Lo que pasa en ‘El juego del calamar’ nos parece a la vez lejano y cercano. De hecho, maneja algunos códigos universales: las violentas pruebas que pasan sus protagonistas, culminando con la que da título a la serie, evocan los combates de gladiadores, los juegos de rol y los videojuegos. Y su visible alegoría sobre el sistema capitalista, aunque fácil, también es un elemento para tener en cuenta: el creador de la serie tomó nota de unos hechos ocurridos en 2009, cuando una compañía de automóviles surcoreana dejó en la calle a mas de 2.500 trabajadores, la mayoría de ellos ocuparon la planta y fueron desalojados de forma violenta por la policía. Hay en la serie una sorpresa final que convierte a su protagonista, el jugador 456, en una veleta del destino. Empieza el relato siendo un tipo tan disparatado y poco empático como el protagonista de ‘The host’, pero tras las pruebas vividas y los amigos perdidos, nada será lo mismo. El audiovisual coreano nos fascina, y no es complaciente.
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